domingo, 1 de marzo de 2015

Me perdí con la intención de encontrarme. Llevaba demasiado tiempo buscando sonrisas entre las piedras, ofuscándome y tratando de hacer una obra de arte. Esperaba las noches correspondientes a los días. Un día pasó una noche, otro día otra y así, sucesivamente, me iba yo endureciendo con la cámara entre las manos, más enhiesta que las propias piedras.
A veces mi mirada se enfocaba en el mar, soñando una gama de grises y de ocres que se hacían realidad a ratos. Entusiasta en las horas libres de los verdes aguamarina y los azules aturquesados.
Y, no obstante, el tiempo se marchaba impertinente al mismo lugar, al mismo paso, desde una piedra hasta otra piedra. Deshacía y rehacía las maletas en el continuo ahora. Todo era dinámico, hermoso, admirable desde los ojos de un poste que había echado raíces a la contemplación. Todo huía y regresaba en distintas formas.  
Las fotografías se me antojaron lentas, irreales, estáticas. No rompían el vacío ni susurraban su silencio al oído. Simplemente, allí estaban. Las piedras. Una sobre otra, bajo la una y arremolinadas. Yo diría que enojadas, quise creerlas líquidas; unas esperando a las otras; las otras más de lo mismo. Jugaban a solapar sus sombras sin darse cuenta; alejándose en la estrecha cercanía pétrea.
Busqué respuestas en los libros. Un ‘te quiero’ aquí, un ‘te odio’ allá. Un ‘no quiero volver a verte’ enamorado de un ‘te echaré de menos’. Algo por acabar cuando no se sabe lo que se ha empezado. Un ‘volveré’ y un ‘nunca jamás’. Una historia dando a luz una hermosa filosofía. La muerte de los finales y la promesa de un próximo principio. Dinamismo; continuo dinamismo incomprendido.
Fotografiar el sueño de una piedra era sepultar lo sepultado. Puesto que el sueño, difunta imagen, y la piedra, pesada realidad. Me di cuenta de que era yo el árbol putrefacto; esperando a lo que espera, se calla, y sigue esperando.
Alguien dijo a lo lejos, ‘Olvídalo… ya es tarde’. La cámara cayó con gran estrépito y se limitó a romperse. Las instantáneas congelaban la vida, mientras yo me dedicaba a mirar a las piedras.

Se me deshizo el cabello al viento, como una hebra traviesa de un tapete fugitiva. Se me arrancaba el vestido, maldición de los tiempos perdidos. Detesté a las piedras, con o sin sonrisa, con o sin la mirada en ellas. Mi mano alcanzó la primera y fueron tras ella a las aguamarinas y a las turqueserías todas, hasta la sombra de la última. 



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