Me perdí con la intención de encontrarme. Llevaba demasiado tiempo
buscando sonrisas entre las piedras, ofuscándome y tratando de hacer una obra
de arte. Esperaba las noches correspondientes a los días. Un día pasó una
noche, otro día otra y así, sucesivamente, me iba yo endureciendo con la cámara
entre las manos, más enhiesta que las propias piedras.
A veces mi mirada se enfocaba en el mar, soñando una gama de grises y
de ocres que se hacían realidad a ratos. Entusiasta en las horas libres de los
verdes aguamarina y los azules aturquesados.
Y, no obstante, el tiempo se marchaba impertinente al mismo lugar, al
mismo paso, desde una piedra hasta otra piedra. Deshacía y rehacía las maletas
en el continuo ahora. Todo era dinámico, hermoso, admirable desde los ojos de
un poste que había echado raíces a la contemplación. Todo huía y regresaba en
distintas formas.
Las fotografías se me antojaron lentas, irreales, estáticas. No
rompían el vacío ni susurraban su silencio al oído. Simplemente, allí estaban.
Las piedras. Una sobre otra, bajo la una y arremolinadas. Yo diría que enojadas,
quise creerlas líquidas; unas esperando a las otras; las otras más de lo mismo.
Jugaban a solapar sus sombras sin darse cuenta; alejándose en la estrecha
cercanía pétrea.
Busqué respuestas en los libros. Un ‘te quiero’ aquí, un ‘te odio’
allá. Un ‘no quiero volver a verte’ enamorado de un ‘te echaré de menos’. Algo
por acabar cuando no se sabe lo que se ha empezado. Un ‘volveré’ y un ‘nunca
jamás’. Una historia dando a luz una hermosa filosofía. La muerte de los
finales y la promesa de un próximo principio. Dinamismo; continuo dinamismo
incomprendido.
Fotografiar el sueño de una piedra era sepultar lo sepultado. Puesto
que el sueño, difunta imagen, y la piedra, pesada realidad. Me di cuenta de que
era yo el árbol putrefacto; esperando a lo que espera, se calla, y sigue
esperando.
Alguien dijo a lo lejos, ‘Olvídalo… ya es tarde’. La cámara cayó con
gran estrépito y se limitó a romperse. Las instantáneas congelaban la vida,
mientras yo me dedicaba a mirar a las piedras.
Se me deshizo el cabello al viento, como una hebra traviesa de un
tapete fugitiva. Se me arrancaba el vestido, maldición de los tiempos perdidos.
Detesté a las piedras, con o sin sonrisa, con o sin la mirada en ellas. Mi mano
alcanzó la primera y fueron tras ella a las aguamarinas y a las turqueserías todas,
hasta la sombra de la última.
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