martes, 10 de junio de 2014

Capítulo 2 - Xende. En el arroyo. Verano de 1952.

PRÍNCIPE: Una paz lúgubre trae esta alborada. El sol no mostrará su rostro, a causa de su duelo. Salgamos de aquí para hablar más extensamente sobre estos sucesos lamentables. Unos obtendrán perdón y otros castigo, pues nunca hubo historia más dolorosa que esta de Julieta y su Romeo. (Salen).

Tras leer estas últimas palabras cerró el libro herida por el desencanto. Lo depositó junto con el resto de pertenencias que, casi clandestinamente, había atesorado a lo largo de su vida: un raído mapa del país, un diccionario de francés, una cinta de pelo azul pálido, tabaco – un vicio inconfesable para ella -, un mechero y un receptor de radio con el que albergaba el deseo de poder saber más sobre el mundo en el que vivía; sin embargo, éste apenas le aportaba nada interesante; el Movimiento se había hecho con los medios de comunicación. El libro lo había encontrado en la reducida biblioteca que guardaba en el arcón de su celda; así la llamaba ella.
Acto seguido, se recostó como pudo en el talud, evitando las raíces que se asomaban en la tierra entre ramitas, hierbajos y piedrillas y sintió las gotas de rocío desprenderse del verde y empapar sus hombros desnudos. Cerró los ojos bajo la protección de sus brazos y se concentró en el parloteo del arroyo mientras el sol estival, que empezaba a asomarse por el este ahuyentando el frescor matinal, le doraba la piel. A Charlotte le gustaba el verano; le brindaba la oportunidad de escapar de su vida a aquel rincón resguardado de todo ojo humano. La primavera había alimentado sus ansias de escapar con cada una de sus melancólicas lluvias. En sus ratos libres se había encerrado en Shakespeare en busca de consuelo y, aunque reconocía la riqueza lingüística del gran dramaturgo, Romeo y Julieta la había decepcionado sobremanera. Y la propia decepción la decepcionaba aún más.
Sus ojos verdes escrutaron el cielo y sus pájaros mientras reflexionaba sobre la obra. No entendía aquel amor; le podría haber resultado aceptable el amor respetuoso y la atracción del alma que, aún así, tampoco comprendía, tal vez por falta de experiencia, tal vez por imposibilidad. La lectura de aquella obra le había evocado al amor material, ese juego meramente humano en el que el destino la había obligado a participar. De todas todas, Charlotte acababa recordando lo dura, aburrida y triste que le resultaba la vida en el prostíbulo, a Verónica, a las gemelas y a los militares, cómo no. El conflicto entre los maquis y las fuerzas franquistas – ¡en la llanada alavesa aún en pleno 1952! – era todo un negocio para La Caída del Sol; sin duda, la suya era la única empresa en auge en varios kilómetros a la redonda, al menos, hasta lo que la frontera entre Álava y Navarra permitía.
El sexo era un producto muy solicitado por las fuerzas armadas, más incluso que el alcohol. El motivo por el que habían establecido allí su cuartel no era otro que lo apetecible que resultaba pecar de lenocinio; los rojos se situaban unos cinco kilómetros más hacia al norte, donde había más pueblos como Xende... aunque sin burdel. Era imposible conocer la procedencia de aquellos hombres gruesos y fornidos envueltos en abrigos verde caqui y en aromas a licor de café, vino tinto o chacolí del norte – en ocasiones incluso a coñac francés. Pero Charlotte sabía que, fueran quienes fueran, todos cometían alguna especie de pecado al aprovecharse del servicio que ofrecían las chicas y ella en el pueblo. Las conversaciones que había mantenido en el pasado con el agradable padre Francisco, lejos de ser ultramontano, le habían dejado más que claro la posición que adoptaba la Iglesia en este tema que consideraba tabú. Y, mientras tanto, solo a cambio de un tributo, todos aquellos hombres se revolcaban en los brazos de mujeres dispuestas a apaciguar sus deseos más masculinos siendo ellos el vivo ejemplo del nacionalcatolicismo. El franquismo no aceptaba la sexualidad femenina salvo que estuviera estrictamente restringida por el matrimonio. A eso se le añade que además de no respetar su propia ideología, los militares denigraban a estas mujeres y las consideraban la escoria de la sociedad, pese a la diversión que les otorgaban. Charlotte, que reconocía la falta de sentido de todo aquel juego, también sabía que las chicas debían limitarse a cerrar la boca y a abrir las piernas si querían salir adelante. Y eso la incluía. Además, aunque alguna vez hubiese intentado sacar el tema en el prostíbulo, las chicas mostraban escaso interés o ninguno en absoluto; se limitaban a hacer su trabajo. Y, quizá, era mejor así, aunque no le pareciese, en absoluto, ético. En cuanto a Verónica, era preferible no hablar de esas cosas delante de ella.
Pero además de saltarse esa especie de norma impuesta por los católicos y el régimen mismo, Charlotte sentía que aquellos seres cometían una gran infracción moral. La filosofía le había hecho creer que existía algo, probablemente mucho más importante, más allá de la materia. Y aunque aquello estuviera ligado a la materialidad en sí, gozaba de una extraña autonomía que pretendía regir la conducta humana; la conducta humana que se reduce a una moral que, con cuatro paredes, ahoga en su interior el funcionamiento de nuestra razón, nuestro pensar, nuestra ética. Hubo un tiempo en el que la fascinaba imaginarse ese espacio metafísico como un mundo fantástico. Lo que ella llamaba amor material no podía encontrarse allí, no había lugar para vulgaridades como aquella. Había llegado a la conclusión de que si había alguna faceta del amor que merecía la pena era la atracción del alma; la capacidad de uno de ver al otro a través de un cristal, o de no verlo en absoluto, y amar su esencia, imperceptible para los sentidos. Amar una especie de nada que, con ceros, en realidad, construye otro tanto de todo.
Era muy fácil imaginarse, en aquel espacio apartado del mundo, un Romeo con su Julieta. Muy sencillo entender por qué hay quien se enamora tan fácil o, al menos, cree enamorarse. Sí, definitivamente, era tan fácil equivocarse. Una locura tan terrible esa de pensar en alguien; y llegar a pensar tanto, que alcanza arrebatarte tu profunda intimidad con la mera existencia de su imagen. El hecho de pensar que existía quienes sufrían pensando, otros que pensaban sufriendo; el mero hecho de saber que la gente sufría por un contacto físico, no atravesaban las aduanas de su comprensión. Había sido testigo de ello en las novelas que había leído.
Y, sin embargo, Charlotte no creía en la atracción del alma. Ese mundo le resultaba en su totalidad ficticio; siempre se habían casado amor y sexo. Ambos iban juntos como el militar y su fusil. Como un ente y su identidad. Ella era prostituta; conocía a los hombres. Conocía lo que se decía de las mujeres y el machismo que dejaba entrever, claramente, la Sección Femenina. Conocía la mentira, la infidelidad, y el amor material, porque tampoco creía en el amor nulo. Conocía lo que una mujer, de la clase que fuese, podía esperar de la vida. Sabía que dejarse engañar por un tonto amor era, en todo caso, el camino al desencanto que producía el ser presa de la materia y no poder aspirar a un amor limpio, una atracción del alma. Al menos no en aquel lugar del mundo en el que estaba ahora.
Abrió los ojos, vio al mundo observándola y supo que nunca estaría a salvo de aquella mirada. Por unos instantes, se preguntó si alcanzar la atracción del alma era más sencillo de lo que siempre había considerado; si era posible la existencia de ese sentimiento impreciso y, por ello, fascinante. Le habría gustado compartir sus inquietudes con aquel espíritu forestal que sentía escrutándola; pero sabía que no obtendría respuesta si no se la agenciaba ella misma.
Era complejo pensar en la metafísica, no sólo en el amor puro. Su misma existencia ya sería metafísica, por no hablar de los tesoros que albergaría, la forma en la que se llegaría a ella, etc. Durante algunos años puede que Charlotte hubiese seguido echando leña a sus esperanzas de que existiera esa especie de paraíso. Pero la joven sabía muchas cosas. Sabía que el amor material, también llamado amor a primera vista, era pasablemente respetable en comparación con lo que los militares sentían hacia ellas, mujeres impuras, y había aprendido a ser conformista en ese sentido. Sabía de la existencia del odio, el miedo, la represión. Guardaba una vaga imagen de la Guerra Civil, reconstruida por las anécdotas que había oído sobre ella. La duda de la existencia de la atracción del alma tomó grandes ventajas a sus deseos de que existiera. Había experimentado con hombres que se habían hecho con el poder por medio de la violencia; el resto yacían en fosas poco profundas, ocultos en los bosques como gusanos en la tierra o atrapados en sus casas o en la cárcel agujereados por el terror como lo hacen las termitas con la madera. En otro tiempo confió en que el amor triunfaría antes de morir, como en las novelas románticas. Pero Charlotte odiaba a los hombres, odiaba la posibilidad de guardar cualquier sentimiento indulgente hacia ellos y odiaba su trabajo por ello. Y sí... ahora desconfiaba de la metafísica; nunca llegaría a entender ni a saber si realmente las almas pertenecían a algún lugar, si esas almas estaban en el cuerpo, siquiera si había algo más allá de la materia – al menos mientras ella estuviera hecha de dicha materia. Y la conclusión era tan simple como insuficiente: la metafísica solo era una palabra en un lenguaje inventado por un ser hecho de polvo cuyo objetivo consistía en confundir con su intención semántica.
Charlotte se incorporó dejando caer su cabello rojo hacia atrás y se apoyó en sus brazos. Dirigió su mirada al arroyo y quedó hipnotizada por los destellos reflectados por el sol. Una leve brisa se levantó cuando le pareció percibir que la joven prestaba atención al dinamismo de la naturaleza y le recorrió el pelo como una mano enamorada. Amor material. Resultaba extraño que una prostituta se preguntara esas cosas. Por ello, no compartía sus cavilaciones con nadie. Una prostituta filósofa e intelectual podía levantar sospechas. Los libros, las enciclopedias, los diccionarios,... escritos censurados. Todo lo que guardaba en el arcón de su celda podría causarle graves problemas en aquel país, aquel pueblo... aquel burdel. Y ella lo sabía.
Puede que no creyera en la metafísica. Pero inmersa en la búsqueda de una sonrisa vital, se había encontrado con la privacidad intelectual e incorpórea. El secretismo. Charlotte sabía que todo el mundo necesita secretos para proteger su identidad y, por ese mismo motivo, agradecía no saberlo todo – en algunos casos, prácticamente nada – de las personas que la rodeaban. No se dedicaba a meter las narices en los asuntos de los militares, las chicas, el padre Francisco o el señor Risôtt de la misma forma en la que su vida era un completo secreto para todos ellos. El 21 de abril del año anterior había fallecido en Cambridge, en opinión de Charlotte, uno de los mayores filósofos del siglo XX. Ésta compartía con Ludwig Wittgenstein la opinión de que es más valioso aquello que se calla que aquello que se dice y que, aunque de primeras un lenguaje parezca sencillo, es solo una línea extraída de un contexto mucho más amplio que, a su vez, puede tener una gran profundidad tan solo perceptible para intelectuales. El Movimiento había hecho uso del lenguaje para hacer creer al pueblo que todo lo que prometía promovería la evolución de un país hecho ruinas. Y, por ello, Franco le resultaba a Charlotte asquerosamente brillante.
En España era impensable que el pueblo se hiciera con escritos que pudiesen influir en su forma de pensar; casi tan solo existía la posibilidad de conseguir los libros que exigían los maestros de las escuelas y los catedráticos de las universidades, todos ellos fieles al régimen. Además de la demencial reducción de puestos de trabajo en escuelas con la abolición de la reforma educativa de la República – que ya había pasado a la historia –, la creación de las Organizaciones Juveniles en 1937 y la del Frente de Juventudes en 1940, Falange había restringido severamente la compra-venta de muchos ejemplares. Aunque el principal motivo por el que los libros no circulaban en España era la necesidad general y prioritaria del pueblo de luchar por su supervivencia, de conseguir algo que llevarse a la boca.
Por suerte para Charlotte y para las chicas de La Caída del Sol, la prosperidad de su empresa las mantenía a salvo del hambre y la pobreza. Verónica, que se encargaba de la administración del burdel, caminaba siempre muy erguida y se había tomado la libertad de dejar de ejercer el oficio para dedicarse a ensalzar sus obras y recordarles que si había alguien a quien debían agradecer su suerte era a ella. Era “el cabeza de familia”. Una vez Charlotte tuvo, según Verónica, la insolencia de decirle que a quien había que agradecer la entrada de capital era a los militares, que en aquel momento, armaban gran alboroto en la plaza del pueblo borrachos y cantando el Cara al Sol, y no a ella. Y que además, el racionamiento de los alimentos no dejaba prosperar a nadie, a no ser, que se recurriera al estraperlo. A juzgar por la cara de vinagre que puso la superiora, aquel comentario no le había hecho ninguna gracia y Charlotte optó por no volver a perturbarla. No obstante, se había podido deshacer de su cartilla de racionamiento el mes de mayo y aquel último argumento ya no era válido; una sonrisa se dibujó en su semblante cuando recordó todo aquello, sentada junto al arroyo.
Por todo lo anterior, con sus necesidades básicas cubiertas, la muchacha había convertido la lectura en su prioridad. El trabajo no solo le quitaba horas para hacerlo, sino que la agotaba de tal forma que debía sacrificar otro tanto de horas para descansar. Pero a lo largo de su vida había aprendido lo suficiente como para saber que la arriesgaría por seguir leyendo y aprendiendo. Cuando Franco se proclamó jefe de todo aquello que necesitaba una jefatura y, con él, la dictadura franquista, los homosexuales que trabajaban en el burdel se marcharon, exiliados. Uno de ellos, Alberto, huyó a Francia; había sido el único interesado en aprender que había visto el burdel, además de el único amigo de Charlotte. Era el único hombre al que no había sido capaz de odiar jamás. La pequeña contaba apenas cinco años cuando acabó la Guerra Civil y cayó la Segunda República y no entendía por qué Alberto debía marcharse. Su promesa de regresar una vez anual, en el mes de agosto, le pareció insuficiente a una niña aún inocente como Charlotte. El joven se marchó el mes de abril de 1939, con sus libros y sus fantasías que tanto habían cautivado a la pequeña. Pero como prometió, Alberto regresó el mes de agosto con los libros que significarían la iniciación de Charlotte en la educación. De no ser por él, puede que ahora fuese otra de esas tontas adolescentes que no fuese capaz de distinguir entre un republicano y un fascista.
La chiquilla seguía sin comprender aquella clandestinidad cuando una tarde del mes de septiembre de aquel mismo año, sentada en la sala común con algunas chicas, oyó por la radio que Alemania había invadido Polonia. En la misma emisión, el locutor comentó que Francia y el Reino Unido esperarían dos días a que los alemanes salieran de Polonia; de lo contrario, declararían la guerra. Las oraciones de Charlotte no sirvieron de nada; Alemania se opuso a aceptar la oferta de las potencias y la Segunda Guerra Mundial estalló el 3 de septiembre. Fue la primera vez que lloró por una causa realmente lacerante. No disponía de medios de comunicación para contactar con Alberto y, aunque en un principio la Guerra de Invierno y la Guerra de Broma mantuvieran el centro del conflicto lejos de Francia, Charlotte estaba constantemente preocupada. Más aún cuando, en mayo de 1940, Alemania invadió Luxemburgo y la frontera francesa se vio amenazada. Fue entonces, cuando recibió una carta de su amigo exiliado diciendo que no le iba a ser posible contactar con ella en mucho tiempo, aunque intentaría mantenerla al corriente de lo que sucediese. También le pedía que no le respondiera; iba a someterse a un continuo nomadismo dependiendo del movimiento alemán.
Por aquel entonces, con dieciséis años de edad, Verónica ya era la líder de La Caída del Sol y había sido ella la que había recibido la carta de Alberto. Sin embargo, cuando vio que iba dirigida a Charlotte no hizo preguntas ni sospechó nada; conocía la amistad que los había unido. Lo que jamás llegó a sospechar fue la posibilidad de que esos dos se volcaran en el intercambio de escritos e información permitidos y censurados. Éste era un absoluto secreto que solo compartían Alberto y Charlotte.
Sin embargo, la guerra los mantuvo mucho tiempo distanciados. De hecho, no tuvieron ocasión de verse en lo que duró el conflicto. Alberto no regresó a Xende hasta un día del mes de agosto de 1945. Esa noche, molesta por el calor y el ruido que hacían los clientes y las chicas que trabajaban a esas horas, Charlotte estaba intentando conciliar el sueño cuando una figura apareció en la ventana de su celda. Al principio quedó petrificada; pero cuando reconoció el rostro del joven se deshizo de todas las sábanas y saltó a sus brazos. Él la llamó por su nombre y tanto él como ella se sintieron dichosos de volver a estar juntos. Por aquel entonces los militares aún no habían instalado su cuartel en el pueblo y los clientes más habituales del burdel eran muy pocos; por tanto, no era tan peligroso reunirse en el burdel. Ignorando todo ruido de fondo los dos amigos mantuvieron una larga e intensa conversación. Tenían mucho que contar... mucho que intercambiar. Pese a la situación de guerra y al servicio militar que ejerció Alberto en la División Leclerc, había sido capaz de hacerse con algunos ejemplares. Y a lo largo de los años fueron acumulándose en la biblioteca privada de Charlotte. Gracias a Alberto, su arcón se había ido llenando de novelas, enciclopedias, diccionarios de francés e, incluso, de periódicos como Le Canard enchaîné, La Dépêche du Midi, Les Échos y también un ejemplar de Le Parisien, un joven diario regional que había nacido en 1944, en París. La mayoría de los libros y escritos que le traía estaban en francés, aunque también había alguna novela traducida al español y al inglés. Durante los años siguientes, tan solo con la ayuda del diccionario de francés, había conseguido leer los escritos de ese idioma. Alberto también le regaló un diccionario de francés-inglés y durante muchos meses, Charlotte se dedicó a hacer su propio diccionario de inglés-español, para acabar dominando este idioma también.
Siempre refugiándose en la clandestinidad, el conocimiento que le habían facilitado todos esos medios, conducían a Charlotte a la erudición. Durante todo ese tiempo, ese había sido su mayor secreto. Y seguiría siéndolo, pues ella no podía aspirar a nada mejor de lo que ya tenía, por muchas cosas que supiera y por muchos idiomas que hablara. Por desgracia.
El sol ascendía sin prisa por la gran bóveda azul. Los rayos penetraban entre los árboles del bosque escapando de la noche a un nuevo día que se presentaba caluroso. En aquel momento se dio cuenta del día que era y sonrió amargamente; ese era otro de sus secretos. Se levantó sacudiéndose la tierra del peto, vestimenta que le había facilitado el señor Risôtt en secreto. Aparte de la indumentaria que conformaba su uniforme, las prostitutas no tenían más vestido que la piel misma y, como otras chicas habían hecho ya, Charlotte había recurrido a alguien del pueblo para conseguir unos trapos viejos que la engullían y no le cubrían bien el cuerpo para usarlo fuera del trabajo. Se remangó el pantalón hasta las rodillas y se ajusto las cintas azules que ella misma había cosido en los laterales del peto para poder cubrirse de cintura para arriba. Alberto se rió de su aspecto la primera vez que la vio con aquel atavío, cuando a sus quince años tuvo que vender sus vestidos y cambiarlos por sus primeras noches de prostitución. La joven lo recordó con amargura mientras terminaba de ajustarse las cintas. Entonces se dirigió hacia sus cosas y, antes de recogerlas, encendió un cigarrillo con el mechero y dio una calada. Introdujo el libro, la radio, el diccionario, el mapa y la cinta en la bolsa que utilizaba para esas salidas matinales y se dispuso a marcharse; debía darse prisa para que no la vieran.
La claridad del día se acentuaba poco a poco y volvía a recordarle a Charlotte lo ocurrido exactamente dieciocho años atrás. El día de su cumpleaños era todo un secreto, aunque, en absoluto un misterio, y eso se debía al nulo interés que le atendían a esa clase de cosas en La Caída del Sol. Pero Charlotte lo ocultaba debido al sinsabor que le producía pensar en el día de su nacimiento; el mismo día en que murió su madre. Había llegado a conocer a esa hermosa mujer solo a través de fotografías incoloras y anécdotas que la gente enseguida olvidaba. Trabajaba en el burdel y un día, para sorpresa de sus compañeras y de ella misma, descubrió que estaba preñada. El padre podría ser cualquiera de los miserables que habían pasado por su celda. Descuidos como aquel eran muy poco comunes, al menos en La Caída del Sol; pero gracias a él, Charlotte ahora descendía por la ladera que se extendía junto al pueblo, fumándose un cigarro que había conseguido por estraperlo. Las puntas de su cabello rojo acariciaban el aire y éste volaba, ondulado y voluminoso, por encima de su blanco cuello. Verónica la exponía en Xende como un producto exótico, poco común, que no podrían encontrar a no ser que salieran del país. Charlotte suponía que aquella fama y aquel pelo provenían de un padre extranjero. O del hijo de un hombre extranjero. Daba igual; no tenía interés en conocer sus orígenes. Solo sabía que había heredado la belleza de su madre y el exotismo de su padre, por lo que le habían dicho.
Sin embargo, su ilegitimidad y su orfandad la convertían en un error natural. O eso es lo que habían intentado explicarle con palabrería sutil. Puede que Charlotte pusiese en duda que su existencia fuera errónea, pero entendía que no podía tener acceso a una identidad limpia. Directamente, no tenía nombre. En el burdel, las chicas elegían un nombre artístico y ocultaban el suyo para trabajar casi hasta el punto de olvidarlo. A la ilegítima no se le había adjudicado un nombre cuando nació. Simplemente, la llamaban con el nombre artístico de su madre: Charlotte.
Se estremeció una vez más cuando pensó que detrás de aquel nombre artístico no tenía identidad alguna, por muchos secretos que tuviera. Su persona era como un punto perdido fuera del papel. Verónica se había asegurado de que “Charlotte” apareciera en el registro del burdel; pero ella se sentía como un ingreso registrado en un libro de cuentas. Figuraba pero no existía en realidad. Y por si aquello no fuera poco, había matado a su madre. Intentó borrar ese pensamiento al mismo tiempo que daba otra calada.
No solo su nula identidad. Eran muchos los motivos por los que Charlotte odiaba su vida. Tan solo hallaba un poco de sosiego los veloces y breves días que Alberto regresaba a su celda. Y ya conocía la famosa frase de Baltasar Gracián. Pero en toda su vida no había conocido la felicidad de la que hablaban sus novelas. Algunas veces se le ocurrió pensar que el hecho de conocer la felicidad a través de palabras escritas por mentes ajenas convertían al estado emocional en una ilusión exenta de su realidad. Era una posibilidad. A pesar de todo, la no felicidad no significaba su infelicidad. Se trataba de una mujer austera, segura de sí misma, independiente, que había perdido la sensibilidad, al sentirse convertida en máquina. Los libros aún le devolvían algo de humanidad y no había perdido la conmoción por algunas cosas. Pero la ilusión de vivir era algo que ni le sonaba. Y había pasado tanto tiempo sola que su forma de pensar era del todo inquebrantable.

Y sin embargo, tanto su vida, como la idea que tenía de ella, estaban a punto de cambiar. 

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