Capítulo 2 - Xende. En el arroyo. Verano de 1952.
PRÍNCIPE:
Una paz lúgubre trae esta alborada. El sol no
mostrará su rostro, a causa de su duelo. Salgamos
de aquí para hablar más extensamente sobre estos sucesos
lamentables. Unos obtendrán perdón y otros castigo, pues nunca hubo
historia más dolorosa que esta de Julieta y su Romeo. (Salen).
Tras leer estas últimas
palabras cerró el libro herida por el desencanto. Lo depositó junto
con el resto de pertenencias que, casi clandestinamente, había
atesorado a lo largo de su vida: un raído mapa del país, un
diccionario de francés, una cinta de pelo azul pálido, tabaco –
un vicio inconfesable para ella -, un mechero y un receptor de radio
con el que albergaba el deseo de poder saber más sobre el mundo en
el que vivía; sin embargo, éste apenas le aportaba nada
interesante; el Movimiento se había hecho con los medios de
comunicación. El libro lo había encontrado en la reducida
biblioteca que guardaba en el arcón de su celda; así la llamaba
ella.
Acto
seguido, se recostó como pudo en el talud, evitando las raíces que
se asomaban en la tierra entre ramitas, hierbajos y piedrillas y
sintió las gotas de rocío desprenderse del verde y empapar sus
hombros desnudos. Cerró los ojos bajo la protección de sus brazos y
se concentró en el parloteo del arroyo mientras el sol estival, que
empezaba a asomarse por el este ahuyentando el frescor matinal, le
doraba la piel. A Charlotte le gustaba el verano; le brindaba la
oportunidad de escapar de su vida a aquel rincón resguardado de todo
ojo humano. La primavera había alimentado sus ansias de escapar con
cada una de sus melancólicas lluvias. En sus ratos libres se había
encerrado en Shakespeare en busca de consuelo y, aunque reconocía la
riqueza lingüística del gran dramaturgo, Romeo
y Julieta la
había decepcionado sobremanera. Y la propia decepción la
decepcionaba aún más.
Sus ojos verdes escrutaron
el cielo y sus pájaros mientras reflexionaba sobre la obra. No
entendía aquel amor; le podría haber resultado aceptable el amor
respetuoso y la atracción del alma que, aún así, tampoco
comprendía, tal vez por falta de experiencia, tal vez por
imposibilidad. La lectura de aquella obra le había evocado al amor
material, ese juego meramente humano en el que el destino la había
obligado a participar. De todas todas, Charlotte acababa recordando
lo dura, aburrida y triste que le resultaba la vida en el prostíbulo,
a Verónica, a las gemelas y a los militares, cómo no. El conflicto
entre los maquis y las fuerzas franquistas – ¡en la llanada
alavesa aún en pleno 1952! – era todo un negocio para La Caída
del Sol; sin duda, la suya era la única empresa en auge en
varios kilómetros a la redonda, al menos, hasta lo que la frontera
entre Álava y Navarra permitía.
El sexo era un producto muy
solicitado por las fuerzas armadas, más incluso que el alcohol. El
motivo por el que habían establecido allí su cuartel no era otro
que lo apetecible que resultaba pecar de lenocinio; los rojos se
situaban unos cinco kilómetros más hacia al norte, donde había más
pueblos como Xende... aunque sin burdel. Era imposible conocer la
procedencia de aquellos hombres gruesos y fornidos envueltos en
abrigos verde caqui y en aromas a licor de café, vino tinto o
chacolí del norte – en ocasiones incluso a coñac francés.
Pero Charlotte sabía que, fueran quienes fueran, todos cometían
alguna especie de pecado al aprovecharse del servicio que ofrecían
las chicas y ella en el pueblo. Las conversaciones que había
mantenido en el pasado con el agradable padre Francisco, lejos de ser
ultramontano, le habían dejado más que claro la posición que
adoptaba la Iglesia en este tema que consideraba tabú. Y, mientras
tanto, solo a cambio de un tributo, todos aquellos hombres se
revolcaban en los brazos de mujeres dispuestas a apaciguar sus deseos
más masculinos siendo ellos el vivo ejemplo del nacionalcatolicismo.
El franquismo no aceptaba la sexualidad femenina salvo que estuviera
estrictamente restringida por el matrimonio. A eso se le añade que
además de no respetar su propia ideología, los militares denigraban
a estas mujeres y las consideraban la escoria de la sociedad, pese a
la diversión que les otorgaban. Charlotte, que reconocía la falta
de sentido de todo aquel juego, también sabía que las chicas debían
limitarse a cerrar la boca y a abrir las piernas si querían salir
adelante. Y eso la incluía. Además, aunque alguna vez hubiese
intentado sacar el tema en el prostíbulo, las chicas mostraban
escaso interés o ninguno en absoluto; se limitaban a hacer su
trabajo. Y, quizá, era mejor así, aunque no le pareciese, en
absoluto, ético. En cuanto a Verónica, era preferible no hablar de
esas cosas delante de ella.
Pero además de saltarse
esa especie de norma impuesta por los católicos y el régimen mismo,
Charlotte sentía que aquellos seres cometían una gran infracción
moral. La filosofía le había hecho creer que existía algo,
probablemente mucho más importante, más allá de la materia. Y
aunque aquello estuviera ligado a la materialidad en sí, gozaba de
una extraña autonomía que pretendía regir la conducta humana; la
conducta humana que se reduce a una moral que, con cuatro paredes,
ahoga en su interior el funcionamiento de nuestra razón, nuestro
pensar, nuestra ética. Hubo un tiempo en el que la fascinaba
imaginarse ese espacio metafísico como un mundo fantástico. Lo que
ella llamaba amor material no podía encontrarse allí, no había
lugar para vulgaridades como aquella. Había llegado a la conclusión
de que si había alguna faceta del amor que merecía la pena era la
atracción del alma; la capacidad de uno de ver al otro a través de
un cristal, o de no verlo en absoluto, y amar su esencia,
imperceptible para los sentidos. Amar una especie de nada que, con
ceros, en realidad, construye otro tanto de todo.
Era muy fácil imaginarse,
en aquel espacio apartado del mundo, un Romeo con su Julieta. Muy
sencillo entender por qué hay quien se enamora tan fácil o, al
menos, cree enamorarse. Sí, definitivamente, era tan fácil
equivocarse. Una locura tan terrible esa de pensar en alguien; y
llegar a pensar tanto, que alcanza arrebatarte tu profunda intimidad
con la mera existencia de su imagen. El hecho de pensar que existía
quienes sufrían pensando, otros que pensaban sufriendo; el mero
hecho de saber que la gente sufría por un contacto físico, no
atravesaban las aduanas de su comprensión. Había sido testigo de
ello en las novelas que había leído.
Y, sin embargo, Charlotte
no creía en la atracción del alma. Ese mundo le resultaba en su
totalidad ficticio; siempre se habían casado amor y sexo. Ambos iban
juntos como el militar y su fusil. Como un ente y su identidad. Ella
era prostituta; conocía a los hombres. Conocía lo que se decía de
las mujeres y el machismo que dejaba entrever, claramente, la Sección
Femenina. Conocía la mentira, la infidelidad, y el amor material,
porque tampoco creía en el amor nulo. Conocía lo que una mujer, de
la clase que fuese, podía esperar de la vida. Sabía que dejarse
engañar por un tonto amor era, en todo caso, el camino al desencanto
que producía el ser presa de la materia y no poder aspirar a un amor
limpio, una atracción del alma. Al menos no en aquel lugar del mundo
en el que estaba ahora.
Abrió los ojos, vio al
mundo observándola y supo que nunca estaría a salvo de aquella
mirada. Por unos instantes, se preguntó si alcanzar la atracción
del alma era más sencillo de lo que siempre había considerado; si
era posible la existencia de ese sentimiento impreciso y, por ello,
fascinante. Le habría gustado compartir sus inquietudes con aquel
espíritu forestal que sentía escrutándola; pero sabía que no
obtendría respuesta si no se la agenciaba ella misma.
Era complejo pensar en la
metafísica, no sólo en el amor puro. Su misma existencia ya sería
metafísica, por no hablar de los tesoros que albergaría, la forma
en la que se llegaría a ella, etc. Durante algunos años puede que
Charlotte hubiese seguido echando leña a sus esperanzas de que
existiera esa especie de paraíso. Pero la joven sabía muchas cosas.
Sabía que el amor material, también llamado amor a primera vista,
era pasablemente respetable en comparación con lo que los militares
sentían hacia ellas, mujeres impuras, y había aprendido a ser
conformista en ese sentido. Sabía de la existencia del odio, el
miedo, la represión. Guardaba una vaga imagen de la Guerra Civil,
reconstruida por las anécdotas que había oído sobre ella. La duda
de la existencia de la atracción del alma tomó grandes ventajas a
sus deseos de que existiera. Había experimentado con hombres que se
habían hecho con el poder por medio de la violencia; el resto yacían
en fosas poco profundas, ocultos en los bosques como gusanos en la
tierra o atrapados en sus casas o en la cárcel agujereados por el
terror como lo hacen las termitas con la madera. En otro tiempo
confió en que el amor triunfaría antes de morir, como en las
novelas románticas. Pero Charlotte odiaba a los hombres, odiaba la
posibilidad de guardar cualquier sentimiento indulgente hacia ellos y
odiaba su trabajo por ello. Y sí... ahora desconfiaba de la
metafísica; nunca llegaría a entender ni a saber si realmente las
almas pertenecían a algún lugar, si esas almas estaban en el
cuerpo, siquiera si había algo más allá de la materia – al menos
mientras ella estuviera hecha de dicha materia. Y la conclusión era
tan simple como insuficiente: la metafísica solo era una palabra en
un lenguaje inventado por un ser hecho de polvo cuyo objetivo
consistía en confundir con su intención semántica.
Charlotte se incorporó
dejando caer su cabello rojo hacia atrás y se apoyó en sus brazos.
Dirigió su mirada al arroyo y quedó hipnotizada por los destellos
reflectados por el sol. Una leve brisa se levantó cuando le pareció
percibir que la joven prestaba atención al dinamismo de la
naturaleza y le recorrió el pelo como una mano enamorada. Amor
material. Resultaba extraño que una prostituta se preguntara esas
cosas. Por ello, no compartía sus cavilaciones con nadie. Una
prostituta filósofa e intelectual podía levantar sospechas. Los
libros, las enciclopedias, los diccionarios,... escritos censurados.
Todo lo que guardaba en el arcón de su celda podría causarle graves
problemas en aquel país, aquel pueblo... aquel burdel. Y ella lo
sabía.
Puede que no creyera en la
metafísica. Pero inmersa en la búsqueda de una sonrisa vital, se
había encontrado con la privacidad intelectual e incorpórea. El
secretismo. Charlotte sabía que todo el mundo necesita secretos para
proteger su identidad y, por ese mismo motivo, agradecía no saberlo
todo – en algunos casos, prácticamente nada – de las personas
que la rodeaban. No se dedicaba a meter las narices en los asuntos de
los militares, las chicas, el padre Francisco o el señor Risôtt de
la misma forma en la que su vida era un completo secreto para todos
ellos. El 21 de abril del año anterior había fallecido en
Cambridge, en opinión de Charlotte, uno de los mayores filósofos
del siglo XX. Ésta compartía con Ludwig Wittgenstein la opinión de
que es más valioso aquello que se calla que aquello que se dice y
que, aunque de primeras un lenguaje parezca sencillo, es solo una
línea extraída de un contexto mucho más amplio que, a su vez,
puede tener una gran profundidad tan solo perceptible para
intelectuales. El Movimiento había hecho uso del lenguaje para hacer
creer al pueblo que todo lo que prometía promovería la evolución
de un país hecho ruinas. Y, por ello, Franco le resultaba a
Charlotte asquerosamente brillante.
En España era impensable
que el pueblo se hiciera con escritos que pudiesen influir en su
forma de pensar; casi tan solo existía la posibilidad de conseguir
los libros que exigían los maestros de las escuelas y los
catedráticos de las universidades, todos ellos fieles al régimen.
Además de la demencial reducción de puestos de trabajo en escuelas
con la abolición de la reforma educativa de la República – que ya
había pasado a la historia –, la creación de las Organizaciones
Juveniles en 1937 y la del Frente de Juventudes en 1940, Falange
había restringido severamente la compra-venta de muchos ejemplares.
Aunque el principal motivo por el que los libros no circulaban en
España era la necesidad general y prioritaria del pueblo de luchar
por su supervivencia, de conseguir algo que llevarse a la boca.
Por suerte para Charlotte y
para las chicas de La Caída del Sol, la prosperidad de su
empresa las mantenía a salvo del hambre y la pobreza. Verónica, que
se encargaba de la administración del burdel, caminaba siempre muy
erguida y se había tomado la libertad de dejar de ejercer el oficio
para dedicarse a ensalzar sus obras y recordarles que si había
alguien a quien debían agradecer su suerte era a ella. Era “el
cabeza de familia”. Una vez Charlotte tuvo, según Verónica, la
insolencia de decirle que a quien había que agradecer la
entrada de capital era a los militares, que en aquel momento, armaban
gran alboroto en la plaza del pueblo borrachos y cantando el Cara
al Sol, y no a ella. Y que además, el racionamiento de los
alimentos no dejaba prosperar a nadie, a no ser, que se recurriera al
estraperlo. A juzgar por la cara de vinagre que puso la superiora,
aquel comentario no le había hecho ninguna gracia y Charlotte optó
por no volver a perturbarla. No obstante, se había podido deshacer
de su cartilla de racionamiento el mes de mayo y aquel último
argumento ya no era válido; una sonrisa se dibujó en su semblante
cuando recordó todo aquello, sentada junto al arroyo.
Por todo lo anterior, con
sus necesidades básicas cubiertas, la muchacha había convertido la
lectura en su prioridad. El trabajo no solo le quitaba horas para
hacerlo, sino que la agotaba de tal forma que debía sacrificar otro
tanto de horas para descansar. Pero a lo largo de su vida había
aprendido lo suficiente como para saber que la arriesgaría por
seguir leyendo y aprendiendo. Cuando Franco se proclamó jefe de todo
aquello que necesitaba una jefatura y, con él, la dictadura
franquista, los homosexuales que trabajaban en el burdel se
marcharon, exiliados. Uno de ellos, Alberto, huyó a Francia; había
sido el único interesado en aprender que había visto el burdel,
además de el único amigo de Charlotte. Era el único hombre al que
no había sido capaz de odiar jamás. La pequeña contaba apenas
cinco años cuando acabó la Guerra Civil y cayó la Segunda
República y no entendía por qué Alberto debía marcharse. Su
promesa de regresar una vez anual, en el mes de agosto, le pareció
insuficiente a una niña aún inocente como Charlotte. El joven se
marchó el mes de abril de 1939, con sus libros y sus fantasías que
tanto habían cautivado a la pequeña. Pero como prometió, Alberto
regresó el mes de agosto con los libros que significarían la
iniciación de Charlotte en la educación. De no ser por él, puede
que ahora fuese otra de esas tontas adolescentes que no fuese capaz
de distinguir entre un republicano y un fascista.
La chiquilla seguía sin
comprender aquella clandestinidad cuando una tarde del mes de
septiembre de aquel mismo año, sentada en la sala común con algunas
chicas, oyó por la radio que Alemania había invadido Polonia. En la
misma emisión, el locutor comentó que Francia y el Reino Unido
esperarían dos días a que los alemanes salieran de Polonia; de lo
contrario, declararían la guerra. Las oraciones de Charlotte no
sirvieron de nada; Alemania se opuso a aceptar la oferta de las
potencias y la Segunda Guerra Mundial estalló el 3 de septiembre.
Fue la primera vez que lloró por una causa realmente lacerante. No
disponía de medios de comunicación para contactar con Alberto y,
aunque en un principio la Guerra de Invierno y la Guerra de Broma
mantuvieran el centro del conflicto lejos de Francia, Charlotte
estaba constantemente preocupada. Más aún cuando, en mayo de 1940,
Alemania invadió Luxemburgo y la frontera francesa se vio amenazada.
Fue entonces, cuando recibió una carta de su amigo exiliado diciendo
que no le iba a ser posible contactar con ella en mucho tiempo,
aunque intentaría mantenerla al corriente de lo que sucediese.
También le pedía que no le respondiera; iba a someterse a un
continuo nomadismo dependiendo del movimiento alemán.
Por aquel entonces, con
dieciséis años de edad, Verónica ya era la líder de La Caída
del Sol y había sido ella la que había recibido la carta de
Alberto. Sin embargo, cuando vio que iba dirigida a Charlotte no hizo
preguntas ni sospechó nada; conocía la amistad que los había
unido. Lo que jamás llegó a sospechar fue la posibilidad de que
esos dos se volcaran en el intercambio de escritos e información
permitidos y censurados. Éste era un absoluto secreto que solo
compartían Alberto y Charlotte.
Sin embargo, la guerra los
mantuvo mucho tiempo distanciados. De hecho, no tuvieron ocasión de
verse en lo que duró el conflicto. Alberto no regresó a Xende hasta
un día del mes de agosto de 1945. Esa noche, molesta por el calor y
el ruido que hacían los clientes y las chicas que trabajaban a esas
horas, Charlotte estaba intentando conciliar el sueño cuando una
figura apareció en la ventana de su celda. Al principio quedó
petrificada; pero cuando reconoció el rostro del joven se deshizo de
todas las sábanas y saltó a sus brazos. Él la llamó por su nombre
y tanto él como ella se sintieron dichosos de volver a estar juntos.
Por aquel entonces los militares aún no habían instalado su cuartel
en el pueblo y los clientes más habituales del burdel eran muy
pocos; por tanto, no era tan peligroso reunirse en el burdel.
Ignorando todo ruido de fondo los dos amigos mantuvieron una larga e
intensa conversación. Tenían mucho que contar... mucho que
intercambiar. Pese a la situación de guerra y al servicio militar
que ejerció Alberto en la División Leclerc, había sido capaz de
hacerse con algunos ejemplares. Y a lo largo de los años fueron
acumulándose en la biblioteca privada de Charlotte. Gracias a
Alberto, su arcón se había ido llenando de novelas, enciclopedias,
diccionarios de francés e, incluso, de periódicos como Le Canard
enchaîné, La Dépêche du Midi, Les Échos y
también un ejemplar de Le Parisien, un joven diario regional
que había nacido en 1944, en París. La mayoría de los libros y
escritos que le traía estaban en francés, aunque también había
alguna novela traducida al español y al inglés. Durante los años
siguientes, tan solo con la ayuda del diccionario de francés, había
conseguido leer los escritos de ese idioma. Alberto también le
regaló un diccionario de francés-inglés y durante muchos meses,
Charlotte se dedicó a hacer su propio diccionario de inglés-español,
para acabar dominando este idioma también.
Siempre refugiándose en la
clandestinidad, el conocimiento que le habían facilitado todos esos
medios, conducían a Charlotte a la erudición. Durante todo ese
tiempo, ese había sido su mayor secreto. Y seguiría siéndolo, pues
ella no podía aspirar a nada mejor de lo que ya tenía, por muchas
cosas que supiera y por muchos idiomas que hablara. Por desgracia.
El sol ascendía sin prisa
por la gran bóveda azul. Los rayos penetraban entre los árboles del
bosque escapando de la noche a un nuevo día que se presentaba
caluroso. En aquel momento se dio cuenta del día que era y sonrió
amargamente; ese era otro de sus secretos. Se levantó sacudiéndose
la tierra del peto, vestimenta que le había facilitado el señor
Risôtt en secreto. Aparte de la indumentaria que conformaba su
uniforme, las prostitutas no tenían más vestido que la piel misma
y, como otras chicas habían hecho ya, Charlotte había recurrido a
alguien del pueblo para conseguir unos trapos viejos que la engullían
y no le cubrían bien el cuerpo para usarlo fuera del trabajo. Se
remangó el pantalón hasta las rodillas y se ajusto las cintas
azules que ella misma había cosido en los laterales del peto para
poder cubrirse de cintura para arriba. Alberto se rió de su aspecto
la primera vez que la vio con aquel atavío, cuando a sus quince años
tuvo que vender sus vestidos y cambiarlos por sus primeras noches de
prostitución. La joven lo recordó con amargura mientras terminaba
de ajustarse las cintas. Entonces se dirigió hacia sus cosas y,
antes de recogerlas, encendió un cigarrillo con el mechero y dio una
calada. Introdujo el libro, la radio, el diccionario, el mapa y la
cinta en la bolsa que utilizaba para esas salidas matinales y se
dispuso a marcharse; debía darse prisa para que no la vieran.
La claridad del día se
acentuaba poco a poco y volvía a recordarle a Charlotte lo ocurrido
exactamente dieciocho años atrás. El día de su cumpleaños era
todo un secreto, aunque, en absoluto un misterio, y eso se debía al
nulo interés que le atendían a esa clase de cosas en La Caída
del Sol. Pero Charlotte lo ocultaba debido al sinsabor que le
producía pensar en el día de su nacimiento; el mismo día en que
murió su madre. Había llegado a conocer a esa hermosa mujer solo a
través de fotografías incoloras y anécdotas que la gente enseguida
olvidaba. Trabajaba en el burdel y un día, para sorpresa de sus
compañeras y de ella misma, descubrió que estaba preñada. El padre
podría ser cualquiera de los miserables que habían pasado por su
celda. Descuidos como aquel eran muy poco comunes, al menos en La
Caída del Sol; pero gracias a él, Charlotte ahora descendía
por la ladera que se extendía junto al pueblo, fumándose un cigarro
que había conseguido por estraperlo. Las puntas de su cabello rojo
acariciaban el aire y éste volaba, ondulado y voluminoso, por encima
de su blanco cuello. Verónica la exponía en Xende como un producto
exótico, poco común, que no podrían encontrar a no ser que
salieran del país. Charlotte suponía que aquella fama y
aquel pelo provenían de un padre extranjero. O del hijo de un hombre
extranjero. Daba igual; no tenía interés en conocer sus orígenes.
Solo sabía que había heredado la belleza de su madre y el exotismo
de su padre, por lo que le habían dicho.
Sin embargo, su
ilegitimidad y su orfandad la convertían en un error natural. O eso
es lo que habían intentado explicarle con palabrería sutil. Puede
que Charlotte pusiese en duda que su existencia fuera errónea, pero
entendía que no podía tener acceso a una identidad limpia.
Directamente, no tenía nombre. En el burdel, las chicas elegían un
nombre artístico y ocultaban el suyo para trabajar casi hasta el
punto de olvidarlo. A la ilegítima no se le había adjudicado un
nombre cuando nació. Simplemente, la llamaban con el nombre
artístico de su madre: Charlotte.
Se estremeció una vez más
cuando pensó que detrás de aquel nombre artístico no tenía
identidad alguna, por muchos secretos que tuviera. Su persona era
como un punto perdido fuera del papel. Verónica se había asegurado
de que “Charlotte” apareciera en el registro del burdel; pero
ella se sentía como un ingreso registrado en un libro de cuentas.
Figuraba pero no existía en realidad. Y por si aquello no fuera
poco, había matado a su madre. Intentó borrar ese pensamiento al
mismo tiempo que daba otra calada.
No solo su nula identidad.
Eran muchos los motivos por los que Charlotte odiaba su vida. Tan
solo hallaba un poco de sosiego los veloces y breves días que
Alberto regresaba a su celda. Y ya conocía la famosa frase de
Baltasar Gracián. Pero en toda su vida no había conocido la
felicidad de la que hablaban sus novelas. Algunas veces se le ocurrió
pensar que el hecho de conocer la felicidad a través de palabras
escritas por mentes ajenas convertían al estado emocional en una
ilusión exenta de su realidad. Era una posibilidad. A pesar de todo,
la no felicidad no significaba su infelicidad. Se trataba de una
mujer austera, segura de sí misma, independiente, que había perdido
la sensibilidad, al sentirse convertida en máquina. Los libros aún
le devolvían algo de humanidad y no había perdido la conmoción por
algunas cosas. Pero la ilusión de vivir era algo que ni le sonaba. Y
había pasado tanto tiempo sola que su forma de pensar era del todo
inquebrantable.
Y sin embargo, tanto su
vida, como la idea que tenía de ella, estaban a punto de cambiar.
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