martes, 10 de junio de 2014

Capítulo 2 - Xende. En el arroyo. Verano de 1952.

PRÍNCIPE: Una paz lúgubre trae esta alborada. El sol no mostrará su rostro, a causa de su duelo. Salgamos de aquí para hablar más extensamente sobre estos sucesos lamentables. Unos obtendrán perdón y otros castigo, pues nunca hubo historia más dolorosa que esta de Julieta y su Romeo. (Salen).

Tras leer estas últimas palabras cerró el libro herida por el desencanto. Lo depositó junto con el resto de pertenencias que, casi clandestinamente, había atesorado a lo largo de su vida: un raído mapa del país, un diccionario de francés, una cinta de pelo azul pálido, tabaco – un vicio inconfesable para ella -, un mechero y un receptor de radio con el que albergaba el deseo de poder saber más sobre el mundo en el que vivía; sin embargo, éste apenas le aportaba nada interesante; el Movimiento se había hecho con los medios de comunicación. El libro lo había encontrado en la reducida biblioteca que guardaba en el arcón de su celda; así la llamaba ella.
Acto seguido, se recostó como pudo en el talud, evitando las raíces que se asomaban en la tierra entre ramitas, hierbajos y piedrillas y sintió las gotas de rocío desprenderse del verde y empapar sus hombros desnudos. Cerró los ojos bajo la protección de sus brazos y se concentró en el parloteo del arroyo mientras el sol estival, que empezaba a asomarse por el este ahuyentando el frescor matinal, le doraba la piel. A Charlotte le gustaba el verano; le brindaba la oportunidad de escapar de su vida a aquel rincón resguardado de todo ojo humano. La primavera había alimentado sus ansias de escapar con cada una de sus melancólicas lluvias. En sus ratos libres se había encerrado en Shakespeare en busca de consuelo y, aunque reconocía la riqueza lingüística del gran dramaturgo, Romeo y Julieta la había decepcionado sobremanera. Y la propia decepción la decepcionaba aún más.
Sus ojos verdes escrutaron el cielo y sus pájaros mientras reflexionaba sobre la obra. No entendía aquel amor; le podría haber resultado aceptable el amor respetuoso y la atracción del alma que, aún así, tampoco comprendía, tal vez por falta de experiencia, tal vez por imposibilidad. La lectura de aquella obra le había evocado al amor material, ese juego meramente humano en el que el destino la había obligado a participar. De todas todas, Charlotte acababa recordando lo dura, aburrida y triste que le resultaba la vida en el prostíbulo, a Verónica, a las gemelas y a los militares, cómo no. El conflicto entre los maquis y las fuerzas franquistas – ¡en la llanada alavesa aún en pleno 1952! – era todo un negocio para La Caída del Sol; sin duda, la suya era la única empresa en auge en varios kilómetros a la redonda, al menos, hasta lo que la frontera entre Álava y Navarra permitía.
El sexo era un producto muy solicitado por las fuerzas armadas, más incluso que el alcohol. El motivo por el que habían establecido allí su cuartel no era otro que lo apetecible que resultaba pecar de lenocinio; los rojos se situaban unos cinco kilómetros más hacia al norte, donde había más pueblos como Xende... aunque sin burdel. Era imposible conocer la procedencia de aquellos hombres gruesos y fornidos envueltos en abrigos verde caqui y en aromas a licor de café, vino tinto o chacolí del norte – en ocasiones incluso a coñac francés. Pero Charlotte sabía que, fueran quienes fueran, todos cometían alguna especie de pecado al aprovecharse del servicio que ofrecían las chicas y ella en el pueblo. Las conversaciones que había mantenido en el pasado con el agradable padre Francisco, lejos de ser ultramontano, le habían dejado más que claro la posición que adoptaba la Iglesia en este tema que consideraba tabú. Y, mientras tanto, solo a cambio de un tributo, todos aquellos hombres se revolcaban en los brazos de mujeres dispuestas a apaciguar sus deseos más masculinos siendo ellos el vivo ejemplo del nacionalcatolicismo. El franquismo no aceptaba la sexualidad femenina salvo que estuviera estrictamente restringida por el matrimonio. A eso se le añade que además de no respetar su propia ideología, los militares denigraban a estas mujeres y las consideraban la escoria de la sociedad, pese a la diversión que les otorgaban. Charlotte, que reconocía la falta de sentido de todo aquel juego, también sabía que las chicas debían limitarse a cerrar la boca y a abrir las piernas si querían salir adelante. Y eso la incluía. Además, aunque alguna vez hubiese intentado sacar el tema en el prostíbulo, las chicas mostraban escaso interés o ninguno en absoluto; se limitaban a hacer su trabajo. Y, quizá, era mejor así, aunque no le pareciese, en absoluto, ético. En cuanto a Verónica, era preferible no hablar de esas cosas delante de ella.
Pero además de saltarse esa especie de norma impuesta por los católicos y el régimen mismo, Charlotte sentía que aquellos seres cometían una gran infracción moral. La filosofía le había hecho creer que existía algo, probablemente mucho más importante, más allá de la materia. Y aunque aquello estuviera ligado a la materialidad en sí, gozaba de una extraña autonomía que pretendía regir la conducta humana; la conducta humana que se reduce a una moral que, con cuatro paredes, ahoga en su interior el funcionamiento de nuestra razón, nuestro pensar, nuestra ética. Hubo un tiempo en el que la fascinaba imaginarse ese espacio metafísico como un mundo fantástico. Lo que ella llamaba amor material no podía encontrarse allí, no había lugar para vulgaridades como aquella. Había llegado a la conclusión de que si había alguna faceta del amor que merecía la pena era la atracción del alma; la capacidad de uno de ver al otro a través de un cristal, o de no verlo en absoluto, y amar su esencia, imperceptible para los sentidos. Amar una especie de nada que, con ceros, en realidad, construye otro tanto de todo.
Era muy fácil imaginarse, en aquel espacio apartado del mundo, un Romeo con su Julieta. Muy sencillo entender por qué hay quien se enamora tan fácil o, al menos, cree enamorarse. Sí, definitivamente, era tan fácil equivocarse. Una locura tan terrible esa de pensar en alguien; y llegar a pensar tanto, que alcanza arrebatarte tu profunda intimidad con la mera existencia de su imagen. El hecho de pensar que existía quienes sufrían pensando, otros que pensaban sufriendo; el mero hecho de saber que la gente sufría por un contacto físico, no atravesaban las aduanas de su comprensión. Había sido testigo de ello en las novelas que había leído.
Y, sin embargo, Charlotte no creía en la atracción del alma. Ese mundo le resultaba en su totalidad ficticio; siempre se habían casado amor y sexo. Ambos iban juntos como el militar y su fusil. Como un ente y su identidad. Ella era prostituta; conocía a los hombres. Conocía lo que se decía de las mujeres y el machismo que dejaba entrever, claramente, la Sección Femenina. Conocía la mentira, la infidelidad, y el amor material, porque tampoco creía en el amor nulo. Conocía lo que una mujer, de la clase que fuese, podía esperar de la vida. Sabía que dejarse engañar por un tonto amor era, en todo caso, el camino al desencanto que producía el ser presa de la materia y no poder aspirar a un amor limpio, una atracción del alma. Al menos no en aquel lugar del mundo en el que estaba ahora.
Abrió los ojos, vio al mundo observándola y supo que nunca estaría a salvo de aquella mirada. Por unos instantes, se preguntó si alcanzar la atracción del alma era más sencillo de lo que siempre había considerado; si era posible la existencia de ese sentimiento impreciso y, por ello, fascinante. Le habría gustado compartir sus inquietudes con aquel espíritu forestal que sentía escrutándola; pero sabía que no obtendría respuesta si no se la agenciaba ella misma.
Era complejo pensar en la metafísica, no sólo en el amor puro. Su misma existencia ya sería metafísica, por no hablar de los tesoros que albergaría, la forma en la que se llegaría a ella, etc. Durante algunos años puede que Charlotte hubiese seguido echando leña a sus esperanzas de que existiera esa especie de paraíso. Pero la joven sabía muchas cosas. Sabía que el amor material, también llamado amor a primera vista, era pasablemente respetable en comparación con lo que los militares sentían hacia ellas, mujeres impuras, y había aprendido a ser conformista en ese sentido. Sabía de la existencia del odio, el miedo, la represión. Guardaba una vaga imagen de la Guerra Civil, reconstruida por las anécdotas que había oído sobre ella. La duda de la existencia de la atracción del alma tomó grandes ventajas a sus deseos de que existiera. Había experimentado con hombres que se habían hecho con el poder por medio de la violencia; el resto yacían en fosas poco profundas, ocultos en los bosques como gusanos en la tierra o atrapados en sus casas o en la cárcel agujereados por el terror como lo hacen las termitas con la madera. En otro tiempo confió en que el amor triunfaría antes de morir, como en las novelas románticas. Pero Charlotte odiaba a los hombres, odiaba la posibilidad de guardar cualquier sentimiento indulgente hacia ellos y odiaba su trabajo por ello. Y sí... ahora desconfiaba de la metafísica; nunca llegaría a entender ni a saber si realmente las almas pertenecían a algún lugar, si esas almas estaban en el cuerpo, siquiera si había algo más allá de la materia – al menos mientras ella estuviera hecha de dicha materia. Y la conclusión era tan simple como insuficiente: la metafísica solo era una palabra en un lenguaje inventado por un ser hecho de polvo cuyo objetivo consistía en confundir con su intención semántica.
Charlotte se incorporó dejando caer su cabello rojo hacia atrás y se apoyó en sus brazos. Dirigió su mirada al arroyo y quedó hipnotizada por los destellos reflectados por el sol. Una leve brisa se levantó cuando le pareció percibir que la joven prestaba atención al dinamismo de la naturaleza y le recorrió el pelo como una mano enamorada. Amor material. Resultaba extraño que una prostituta se preguntara esas cosas. Por ello, no compartía sus cavilaciones con nadie. Una prostituta filósofa e intelectual podía levantar sospechas. Los libros, las enciclopedias, los diccionarios,... escritos censurados. Todo lo que guardaba en el arcón de su celda podría causarle graves problemas en aquel país, aquel pueblo... aquel burdel. Y ella lo sabía.
Puede que no creyera en la metafísica. Pero inmersa en la búsqueda de una sonrisa vital, se había encontrado con la privacidad intelectual e incorpórea. El secretismo. Charlotte sabía que todo el mundo necesita secretos para proteger su identidad y, por ese mismo motivo, agradecía no saberlo todo – en algunos casos, prácticamente nada – de las personas que la rodeaban. No se dedicaba a meter las narices en los asuntos de los militares, las chicas, el padre Francisco o el señor Risôtt de la misma forma en la que su vida era un completo secreto para todos ellos. El 21 de abril del año anterior había fallecido en Cambridge, en opinión de Charlotte, uno de los mayores filósofos del siglo XX. Ésta compartía con Ludwig Wittgenstein la opinión de que es más valioso aquello que se calla que aquello que se dice y que, aunque de primeras un lenguaje parezca sencillo, es solo una línea extraída de un contexto mucho más amplio que, a su vez, puede tener una gran profundidad tan solo perceptible para intelectuales. El Movimiento había hecho uso del lenguaje para hacer creer al pueblo que todo lo que prometía promovería la evolución de un país hecho ruinas. Y, por ello, Franco le resultaba a Charlotte asquerosamente brillante.
En España era impensable que el pueblo se hiciera con escritos que pudiesen influir en su forma de pensar; casi tan solo existía la posibilidad de conseguir los libros que exigían los maestros de las escuelas y los catedráticos de las universidades, todos ellos fieles al régimen. Además de la demencial reducción de puestos de trabajo en escuelas con la abolición de la reforma educativa de la República – que ya había pasado a la historia –, la creación de las Organizaciones Juveniles en 1937 y la del Frente de Juventudes en 1940, Falange había restringido severamente la compra-venta de muchos ejemplares. Aunque el principal motivo por el que los libros no circulaban en España era la necesidad general y prioritaria del pueblo de luchar por su supervivencia, de conseguir algo que llevarse a la boca.
Por suerte para Charlotte y para las chicas de La Caída del Sol, la prosperidad de su empresa las mantenía a salvo del hambre y la pobreza. Verónica, que se encargaba de la administración del burdel, caminaba siempre muy erguida y se había tomado la libertad de dejar de ejercer el oficio para dedicarse a ensalzar sus obras y recordarles que si había alguien a quien debían agradecer su suerte era a ella. Era “el cabeza de familia”. Una vez Charlotte tuvo, según Verónica, la insolencia de decirle que a quien había que agradecer la entrada de capital era a los militares, que en aquel momento, armaban gran alboroto en la plaza del pueblo borrachos y cantando el Cara al Sol, y no a ella. Y que además, el racionamiento de los alimentos no dejaba prosperar a nadie, a no ser, que se recurriera al estraperlo. A juzgar por la cara de vinagre que puso la superiora, aquel comentario no le había hecho ninguna gracia y Charlotte optó por no volver a perturbarla. No obstante, se había podido deshacer de su cartilla de racionamiento el mes de mayo y aquel último argumento ya no era válido; una sonrisa se dibujó en su semblante cuando recordó todo aquello, sentada junto al arroyo.
Por todo lo anterior, con sus necesidades básicas cubiertas, la muchacha había convertido la lectura en su prioridad. El trabajo no solo le quitaba horas para hacerlo, sino que la agotaba de tal forma que debía sacrificar otro tanto de horas para descansar. Pero a lo largo de su vida había aprendido lo suficiente como para saber que la arriesgaría por seguir leyendo y aprendiendo. Cuando Franco se proclamó jefe de todo aquello que necesitaba una jefatura y, con él, la dictadura franquista, los homosexuales que trabajaban en el burdel se marcharon, exiliados. Uno de ellos, Alberto, huyó a Francia; había sido el único interesado en aprender que había visto el burdel, además de el único amigo de Charlotte. Era el único hombre al que no había sido capaz de odiar jamás. La pequeña contaba apenas cinco años cuando acabó la Guerra Civil y cayó la Segunda República y no entendía por qué Alberto debía marcharse. Su promesa de regresar una vez anual, en el mes de agosto, le pareció insuficiente a una niña aún inocente como Charlotte. El joven se marchó el mes de abril de 1939, con sus libros y sus fantasías que tanto habían cautivado a la pequeña. Pero como prometió, Alberto regresó el mes de agosto con los libros que significarían la iniciación de Charlotte en la educación. De no ser por él, puede que ahora fuese otra de esas tontas adolescentes que no fuese capaz de distinguir entre un republicano y un fascista.
La chiquilla seguía sin comprender aquella clandestinidad cuando una tarde del mes de septiembre de aquel mismo año, sentada en la sala común con algunas chicas, oyó por la radio que Alemania había invadido Polonia. En la misma emisión, el locutor comentó que Francia y el Reino Unido esperarían dos días a que los alemanes salieran de Polonia; de lo contrario, declararían la guerra. Las oraciones de Charlotte no sirvieron de nada; Alemania se opuso a aceptar la oferta de las potencias y la Segunda Guerra Mundial estalló el 3 de septiembre. Fue la primera vez que lloró por una causa realmente lacerante. No disponía de medios de comunicación para contactar con Alberto y, aunque en un principio la Guerra de Invierno y la Guerra de Broma mantuvieran el centro del conflicto lejos de Francia, Charlotte estaba constantemente preocupada. Más aún cuando, en mayo de 1940, Alemania invadió Luxemburgo y la frontera francesa se vio amenazada. Fue entonces, cuando recibió una carta de su amigo exiliado diciendo que no le iba a ser posible contactar con ella en mucho tiempo, aunque intentaría mantenerla al corriente de lo que sucediese. También le pedía que no le respondiera; iba a someterse a un continuo nomadismo dependiendo del movimiento alemán.
Por aquel entonces, con dieciséis años de edad, Verónica ya era la líder de La Caída del Sol y había sido ella la que había recibido la carta de Alberto. Sin embargo, cuando vio que iba dirigida a Charlotte no hizo preguntas ni sospechó nada; conocía la amistad que los había unido. Lo que jamás llegó a sospechar fue la posibilidad de que esos dos se volcaran en el intercambio de escritos e información permitidos y censurados. Éste era un absoluto secreto que solo compartían Alberto y Charlotte.
Sin embargo, la guerra los mantuvo mucho tiempo distanciados. De hecho, no tuvieron ocasión de verse en lo que duró el conflicto. Alberto no regresó a Xende hasta un día del mes de agosto de 1945. Esa noche, molesta por el calor y el ruido que hacían los clientes y las chicas que trabajaban a esas horas, Charlotte estaba intentando conciliar el sueño cuando una figura apareció en la ventana de su celda. Al principio quedó petrificada; pero cuando reconoció el rostro del joven se deshizo de todas las sábanas y saltó a sus brazos. Él la llamó por su nombre y tanto él como ella se sintieron dichosos de volver a estar juntos. Por aquel entonces los militares aún no habían instalado su cuartel en el pueblo y los clientes más habituales del burdel eran muy pocos; por tanto, no era tan peligroso reunirse en el burdel. Ignorando todo ruido de fondo los dos amigos mantuvieron una larga e intensa conversación. Tenían mucho que contar... mucho que intercambiar. Pese a la situación de guerra y al servicio militar que ejerció Alberto en la División Leclerc, había sido capaz de hacerse con algunos ejemplares. Y a lo largo de los años fueron acumulándose en la biblioteca privada de Charlotte. Gracias a Alberto, su arcón se había ido llenando de novelas, enciclopedias, diccionarios de francés e, incluso, de periódicos como Le Canard enchaîné, La Dépêche du Midi, Les Échos y también un ejemplar de Le Parisien, un joven diario regional que había nacido en 1944, en París. La mayoría de los libros y escritos que le traía estaban en francés, aunque también había alguna novela traducida al español y al inglés. Durante los años siguientes, tan solo con la ayuda del diccionario de francés, había conseguido leer los escritos de ese idioma. Alberto también le regaló un diccionario de francés-inglés y durante muchos meses, Charlotte se dedicó a hacer su propio diccionario de inglés-español, para acabar dominando este idioma también.
Siempre refugiándose en la clandestinidad, el conocimiento que le habían facilitado todos esos medios, conducían a Charlotte a la erudición. Durante todo ese tiempo, ese había sido su mayor secreto. Y seguiría siéndolo, pues ella no podía aspirar a nada mejor de lo que ya tenía, por muchas cosas que supiera y por muchos idiomas que hablara. Por desgracia.
El sol ascendía sin prisa por la gran bóveda azul. Los rayos penetraban entre los árboles del bosque escapando de la noche a un nuevo día que se presentaba caluroso. En aquel momento se dio cuenta del día que era y sonrió amargamente; ese era otro de sus secretos. Se levantó sacudiéndose la tierra del peto, vestimenta que le había facilitado el señor Risôtt en secreto. Aparte de la indumentaria que conformaba su uniforme, las prostitutas no tenían más vestido que la piel misma y, como otras chicas habían hecho ya, Charlotte había recurrido a alguien del pueblo para conseguir unos trapos viejos que la engullían y no le cubrían bien el cuerpo para usarlo fuera del trabajo. Se remangó el pantalón hasta las rodillas y se ajusto las cintas azules que ella misma había cosido en los laterales del peto para poder cubrirse de cintura para arriba. Alberto se rió de su aspecto la primera vez que la vio con aquel atavío, cuando a sus quince años tuvo que vender sus vestidos y cambiarlos por sus primeras noches de prostitución. La joven lo recordó con amargura mientras terminaba de ajustarse las cintas. Entonces se dirigió hacia sus cosas y, antes de recogerlas, encendió un cigarrillo con el mechero y dio una calada. Introdujo el libro, la radio, el diccionario, el mapa y la cinta en la bolsa que utilizaba para esas salidas matinales y se dispuso a marcharse; debía darse prisa para que no la vieran.
La claridad del día se acentuaba poco a poco y volvía a recordarle a Charlotte lo ocurrido exactamente dieciocho años atrás. El día de su cumpleaños era todo un secreto, aunque, en absoluto un misterio, y eso se debía al nulo interés que le atendían a esa clase de cosas en La Caída del Sol. Pero Charlotte lo ocultaba debido al sinsabor que le producía pensar en el día de su nacimiento; el mismo día en que murió su madre. Había llegado a conocer a esa hermosa mujer solo a través de fotografías incoloras y anécdotas que la gente enseguida olvidaba. Trabajaba en el burdel y un día, para sorpresa de sus compañeras y de ella misma, descubrió que estaba preñada. El padre podría ser cualquiera de los miserables que habían pasado por su celda. Descuidos como aquel eran muy poco comunes, al menos en La Caída del Sol; pero gracias a él, Charlotte ahora descendía por la ladera que se extendía junto al pueblo, fumándose un cigarro que había conseguido por estraperlo. Las puntas de su cabello rojo acariciaban el aire y éste volaba, ondulado y voluminoso, por encima de su blanco cuello. Verónica la exponía en Xende como un producto exótico, poco común, que no podrían encontrar a no ser que salieran del país. Charlotte suponía que aquella fama y aquel pelo provenían de un padre extranjero. O del hijo de un hombre extranjero. Daba igual; no tenía interés en conocer sus orígenes. Solo sabía que había heredado la belleza de su madre y el exotismo de su padre, por lo que le habían dicho.
Sin embargo, su ilegitimidad y su orfandad la convertían en un error natural. O eso es lo que habían intentado explicarle con palabrería sutil. Puede que Charlotte pusiese en duda que su existencia fuera errónea, pero entendía que no podía tener acceso a una identidad limpia. Directamente, no tenía nombre. En el burdel, las chicas elegían un nombre artístico y ocultaban el suyo para trabajar casi hasta el punto de olvidarlo. A la ilegítima no se le había adjudicado un nombre cuando nació. Simplemente, la llamaban con el nombre artístico de su madre: Charlotte.
Se estremeció una vez más cuando pensó que detrás de aquel nombre artístico no tenía identidad alguna, por muchos secretos que tuviera. Su persona era como un punto perdido fuera del papel. Verónica se había asegurado de que “Charlotte” apareciera en el registro del burdel; pero ella se sentía como un ingreso registrado en un libro de cuentas. Figuraba pero no existía en realidad. Y por si aquello no fuera poco, había matado a su madre. Intentó borrar ese pensamiento al mismo tiempo que daba otra calada.
No solo su nula identidad. Eran muchos los motivos por los que Charlotte odiaba su vida. Tan solo hallaba un poco de sosiego los veloces y breves días que Alberto regresaba a su celda. Y ya conocía la famosa frase de Baltasar Gracián. Pero en toda su vida no había conocido la felicidad de la que hablaban sus novelas. Algunas veces se le ocurrió pensar que el hecho de conocer la felicidad a través de palabras escritas por mentes ajenas convertían al estado emocional en una ilusión exenta de su realidad. Era una posibilidad. A pesar de todo, la no felicidad no significaba su infelicidad. Se trataba de una mujer austera, segura de sí misma, independiente, que había perdido la sensibilidad, al sentirse convertida en máquina. Los libros aún le devolvían algo de humanidad y no había perdido la conmoción por algunas cosas. Pero la ilusión de vivir era algo que ni le sonaba. Y había pasado tanto tiempo sola que su forma de pensar era del todo inquebrantable.

Y sin embargo, tanto su vida, como la idea que tenía de ella, estaban a punto de cambiar. 

domingo, 23 de marzo de 2014

Capítulo 1 - Al final de la carretera

Kirian había olvidado aquella sensación por completo. Siempre respetando las señales de tráfico, el Shelby que conducía avanzaba tranquilo y sin prisa; por fin, tenía tiempo de sobra para ella. Llevaba consigo la lista de las cosas que iba a hacer aquel día, escrita aquella misma mañana. Punto número uno: escapar.
En realidad, aquella idea había brotado en su cabeza tiempo atrás, un día, rodeada de libros y apuntes en su cuarto, evocando las vacaciones de verano y el fin de carrera. Puesto que ya había llegado el momento, desechó toda imagen de libros, clases y profesores y se limitó a sonreír, sin apartar los ojos de la carretera. Hacía ya un rato que había dejado atrás San Sebastián y se dirigía hacia el interior de la península. Y, aunque desconociendo su destino, se sintió aliviada de poder levar anclas. Mamá no había acabado por dar su aprobación a aquel viaje, pero no había podido hacer nada por detenerla; la decisión estaba tomada. “Lo siento mamá, esta vez gano yo”, pensó Kirian esbozando una sonrisa de oreja a oreja. El cielo azul lo gobernaba un sol enorme y radiante que arrancaba haces de luz del capó del Shelby mientras su conductora se deleitaba con un CD de AC/DC; le pareció apto para aquel día tan glorioso. Entretanto, había abierto las ventanillas del coche y se había puesto las gafas de sol. Nada podría estropear aquel momento.
De repente, la voz de Bon Scott se desvaneció para sorpresa de Kirian. En su lugar, comenzó a sonar el teléfono del coche y suspiró para inspirarse paciencia en cuanto leyó el nombre que apareció en la pantalla. Debería haberlo previsto antes. Lo último que quería que pasase estaba apunto de ocurrir. Carraspeó y presionó el botón idóneo.
  • ¿Qué quieres, Claudia? - preguntó aparentando serenidad.
  • ¡Te has vuelto completamente loca, ¿verdad?! ¡¿Dónde cuernos estás?! -. La voz de Claudia sonaba alterada.
Kirian se preguntó si era por temor a perder a su guardaespaldas las noches de discoteca o por simple y mera envidia. En cuanto a la pregunta, no tenía intención de caer en la trampa de su hermanastra...
  • Deberías preocuparte más por saber cuál es tu lugar en todo esto, ¿no crees? Además, no hagas como que no lo sabes.
  • Kirian... ¡A mamá le va a dar un infarto! Deja de hacer tonterías y da media vuelta en cuanto tengas la ocasión.
  • No eres nadie para impedirme ir a donde me plazca, no me pongas excusas de colegio. Así que no me equivoco... perseguirme es tu hobby, ¿cierto? - durante el silencio que hubo durante unos instantes, Kirian miró por el retrovisor para confirmar sus sospechas: a través de las gafas de sol, alcanzó a ver el Porsche Cayenne plateado; dentro, divisó el semblante desesperado y enfadado de Claudia, enmarcado por su larga cabellera rubia oscura ondulada. No respondía, así que habló ella -. ¿Sabe tu padre que le has robado el coche?
  • Eres tú la que se larga con el Mustang rojo de tu madre. Lo que yo haga no es asunto de tu incumbencia.
  • No te inventes cosas, rubia. El coche es tan mío como lo es tuya esa arrogancia. Y es un Shelby; no un Mustang -. Y, descaradamente, Kirian colgó el teléfono a su hermanastra. Odiaba las cosas que se veía obligada a hacer por las insensateces y sandeces de Claudia.
Hacía mucho tiempo que no cogía el coche, pero no había olvidado el gran arte de su conducción. Con un suspiro, presionó el botón de las ventanillas para cerrarlas. Claudia, conociéndola, sospechó cuáles eran sus propósitos y apretando las manos entorno al volante, esperó paciente. Entonces, pisando el acelerador, de un volantazo, Kirian salió del carril derecho en cuanto pudo y cogió velocidad dejando atrás el Porsche. Claudia reaccionó lo más rápido que fue capaz, no iba a permitir que Kirian huyera; aunque tuvo que esperar a que la adelantara un Audi Q5 antes de poder salir del carril, cosa que la dejaba en desventaja. Kirian observó durante unos segundos el Audi por el retrovisor con una sonrisa agradecida, mientras la aguja del velocímetro iba subiendo. Entonces, volvió la mirada a la autopista; no podía descentrarse, la carretera no era un juego.
El regreso de AC/DC hizo las veces de banda sonora de la persecución. El Porsche era un buen coche, potente. Pero el Shelby era más ligero y más rápido: en 3.8 segundos pasaba de 0 a 100, de ser un adorable cochecito rojo a un temible monstruo del asfalto. Kirian podría haberlo disfrutado enormemente de no ser por el Cayenne que le pisaba los talones. Claudia era realmente dura de roer. Por suerte, la autopista de tres carriles facilitaba las cosas y no se vio obligada a pegar frenazos repentinos. Hubo momentos, en cambio, en los que deseó cambiar el Shelby por un Camaro; los constantes cambios de carril la obligaban a pegar volantazos y a girar, a adelantar por la derecha y volver a girar a la izquierda y reconocía que su coche no era de los más precisos en ese sentido. Pero era buena conductora y se las apañaba para realizar curvas impecables.
Con gran alivio, observó que dejaba los demás coches y el incómodo abucheo de claxons atrás para deslizarse por una carretera desierta y en línea recta. Le brillaron los ojos; por fin podría pisar el acelerador sin preocuparse por sortear coches. Claudia también agradeció ese cambio. Quedaron solos ambos coches enfrascados en una persecución de película. Claudia presionó el botón de averías, con la intención de hacer rabiar a Kirian; ésta, en cambio, estalló en carcajadas. “¡Socorro... una rubia loca conduciendo un Porsche!”, bromeó. En aquel instante, el velocímetro alcanzó los 150 km/h y las revoluciones se dispararon como la adrenalina que circulaba por el interior de Kirian. Bon Scott rugió, el motor rugió y rugió también una voz interior que se moría por salir. Claudia no pensaba darse por vencida y recordó, complacida, que aún le quedaba la sexta marcha; pisó el embrague y movió la palanca de la caja de cambios. Las revoluciones del Porsche descendieron y sintió como si volara.
Kirian era consciente de que aquello era totalmente ridículo, casi infantil; pero la lista de quehaceres señalaba claramente que escaparía... y no iba a permitir que Claudia se saliera con la suya, fueran cuales fueran sus intenciones. Ella solo buscaba paz y soledad... y no consentiría que la obligaran a retroceder. Consciente de la velocidad a la que se precipitaba carretera a través, miró por el retrovisor y le pareció que el Porsche avanzaba rápido y se aproximaba. Kirian sabía que el objetivo no se trataba de alejarse lo más posible, sino de despistar a Claudia. La única forma de conseguirlo era tomando alguna de las salidas de la autopista sin que lo notara. Pero... ¿cómo hacerlo? Debía pensarlo rápido y, mientras tanto, avanzaba sin que le preocupara el viento que se rompía contra el capó. Le inquietaba, por momentos, la idea de que aun tomando una salida Claudia la siguiera... entonces, ¿qué? Debía pensarlo bien...
De pronto, a unos metros por delante de ella, Kirian avistó tres camiones trailer que avanzaban pesados por el carril derecho; al mismo tiempo vio un cartel que señalaba la salida a una gasolinera a poco menos de un kilómetro de distancia y, con él, su oportunidad de idear un plan. Ligero como una pluma, rugiendo como un tigre, el Shelby se aproximó a los camiones, calculador. Todas las piezas encajaron cuando Kirian distinguió la curva que trazaba la carretera hacia la derecha unos metros por delante y el intermitente del segundo camión, señal de que iba a pasar al carril izquierdo. “Espero que no sea hoy el día de mi muerte” pensó Kirian después de haberle dedicado una última mirada al Cayenne por el retrovisor. Aún más rápido, de improviso y habiendo respirado hondo, salió de su carril para adelantar al segundo camión por la izquierda para sorpresa e inquietud de Claudia. Las gigantescas ruedas del vehículo rodaban lentas en comparación con los neumáticos del Shelby; tal y como su conductora había calculado, el parachoques del coche estaba a la misma altura que el del camión cuando alcanzaban la curva. Entonces, impulsada por la velocidad que traía, Kirian cruzó el segundo carril por delante del camión y alcanzó el carril derecho pisando fuertemente el freno, quedando custodiada por los otros dos trailers y completamente a salvo de los ojos de Claudia. Ignorando las protestas de los camioneros Kirian suspiró al comprobar que todo había salido bien; con suerte, su hermanastra habría perdido su pista. El coche había frenado hasta alcanzar la velocidad del camión que avanzaba tranquilo por delante. Las manos de Kirian permanecían, sin embargo, amarradas fuertemente al volante y su corazón parecía amenazar con atravesarle el pecho y salir disparado al salpicadero. Decidió no preocuparse por Claudia; había hecho lo más que podía por deshacerse de ella y a ella le tocaba ahora decidirse por abandonar aquel juego de críos.
Mientras recobraba la respiración reía pensando en la tonta de Claudia; aunque calló de golpe cuando reconoció que ella misma era igual o, incluso, peor que su hermanastra en eso. Cuando alcanzó la salida giró a la derecha aún con manos temblorosas. Era consciente de que podía haber causado un grave accidente y no contarlo. Al menos, todo había terminado y no había rastro de Claudia. Y, aunque era posible que algún control oculto delatara la gravedad de su locura, se sintió realmente aliviada. Incluso se imaginó la cara de ogro que habría puesto su madre en el caso de que hubiese sido testigo de la persecución; pero se limitó a parar el coche junto a una pobre arboleda que había junto a la gasolinera, a salir al encuentro del calor y de la sombra que proyectaba un árbol en un banco de piedra, a quitarse las gafas de sol y a sentarse dejando la mente en blanco.
Estaba mareada y agradeció la brisa de montaña que le apartaba los pocos mechones de pelo que le molestaban. Su corte de pelo fue un auténtico escándalo en su día. Hacía ya un par de años que Kirian había renunciado a su increíble melena. Hasta entonces había ocultado entera su espalda y había llegado hasta su cintura. Era como un estandarte color castaño oscuro brillante que en verano era atravesada por una brecha rubia. Un día, sin haberlo consultado con nadie previamente, apareció en clase sin la melena, literalmente; había decidido cortárselo como los chicos, cosa que horrorizó a sus amigas y sirvió a las más engreídas para empezar a lucir sus propias melenas con el objeto de cazar especímenes del sexo masculino, ahora que ya no contaban con su competencia. A Kirian nunca le importó lo que los demás dijeran de ella; el resultado le pareció bonito, cómodo y económico. Y seguía pensando de la misma forma.
Se pasó la mano por la nuca antes de cruzar miradas con el Shelby. Allí estaba el gran monstruo rojo que tan adorable y, al mismo tiempo, poderoso le parecía parado. La gente exageraba muecas de extrañeza cada vez que Kirian hablaba de las miradas de los coches; sobre todo en la facultad, donde cualquier comentario era válido para llevarle la contraria. Cuando lo comentaba fuera de ella no resultaba tan disparatado. Desde pequeña, conservaba la costumbre de fijarse en el semblante que formaban los focos, el parachoques y la matrícula en conjunto. El Shelby le transmitía fidelidad, seguridad, fortaleza y serenidad. En definitiva, era su coche.
Se masajeó los ojos antes de volver a ponerse las gafas de sol. Entonces, se decidió a incorporarse y a acercarse al bólido. Acarició las dos franjas blancas que atravesaban el coche de maletero a capó y abrió la puerta del conductor para dejarse caer en el asiento. Definitivamente, Claudia había perdido a Kirian; ésta permanecía saboreando ese pensamiento mientras observaba el tráfico de la autopista que había dejado atrás. No era la primera vez que Claudia la perseguía en carretera. La última vez se salió con la suya y Kirian regresó a casa; la argumentación de su hermanastra había sido precaria, pero en aquel momento carecía de motivos para no ceder. Esta vez había sido diferente. Tras unos segundos, volvió la cabeza al interior del coche y dirigió los dedos meñique y corazón de la mano derecha a un compartimento pequeño que había junto a la guantera. Apretó con suavidad y el compartimento se abrió. Ahí guardaba una pequeña libreta y un bolígrafo con los que le gustaba contar durante los viajes en carretera. En aquella ocasión, también se encontraba la lista de quehaceres que había escrito esa mañana. Buscó con los ojos el punto número dos: echar gasolina al coche.
  • Esperemos que no sea tan difícil como el punto anterior... - murmuró Kirian guardando el papel en el compartimento y cerrándolo.
Introdujo los pies en el coche, cerró la puerta y rodeó el volante con las manos y con un suspiro. Se disponía a arrancar cuando oyó el vibrador del móvil. El aparato temblaba en el asiento del copiloto, debajo del bolso. La chica enterró la cara entre las manos, maldiciendo su suerte, antes de apartar el bolso en busca del smartphone. Esperaba que se tratara de Claudia de nuevo; pero no fue así. La llamada era de Diego. Kirian deslizó el dedo por la pantalla para descolgar y se acercó el móvil a la oreja.
  • ¿Diga?
  • ¿Kirian? ¿Dónde estás? - a diferencia de la de Claudia, la voz de su padrastro sonaba tranquila, sin intenciones.
  • En una gasolinera, repostando. ¿Tú también me echas de menos? - Diego meditó antes de responder.
  • No tengo nada en tu contra, ni te reprocho la decisión que has tomado, Kirian. De hecho, me alegra que quieras desenvolverte... salir del nido... - hizo una pausa antes de continuar. Era evidente que no estaba al corriente de la aventura de su hija; ni lo estaría. Claudia jamás le contaría que se había llevado su coche sin permiso, fuera cual fuera el fin – Kirian, tu madre...
  • Si mamá quiere decirme algo que me llame ella misma. Ella es tan abogada como tú, ¿no?; no necesita intermediarios. Su oficio consiste en intermediar – cortó Kirian tajante a su padrastro. Éste prosiguió sin proceder a discutirle nada.
  • ... tu madre está preocupada. - lo cierto era que la chica se esperaba cualquier cosa menos eso. Silencio.
  • Perdona... ¿cómo dices? - preguntó Kirian entre risas desconcertadas.
  • Es tu madre, Kirian; natural que se preocupe. Y en respuesta a tu intervención, he sido yo quien te ha llamado sin la sugerencia ni la solicitud de intermediar de nadie. - aquella conversación empezaba a ser incómoda, sobre todo porque Diego era abogado y se le daba bien eso de hablar. Temía que intentase hacerla volver.
  • Curioso - soltó Kirian, en realidad, sin dirigirse a Diego.
  • ¿Curioso? - sabría responder a esa pregunta, no obstante.
  • Curioso porque la primera vez que esa mujer se preocupa por mí es, precisamente, cuando me largo de casa. Sí, curioso. - Silencio de nuevo. Aunque Kirian no se confió; las discusiones con Diego no eran fáciles.
  • Sabes perfectamente que tu madre te quiere y quiere lo mejor para ti...
  • En ese caso, lo mejor es que me deje marchar. Ya le he dicho yo eso.
  • Déjame terminar, Kirian, no seas descarada. - las intervenciones de Diego desconcertaban aún más por su inexplicable serenidad. Nunca se alteraba por nada. Kirian se preguntaba cómo sería un juicio con él de abogado - Ella quiere lo mejor para ti y, puesto que es tu madre, teme que te estés precipitando y tomando la decisión equivocada. Además, ¿cuáles son tus intenciones a partir de ahora? ¿Tienes alguna idea de qué vas a hacer? - La cosa se estaba poniendo muy fea. Diego sabía que Kirian no se había decantado por ningún destino. Ésta se pensó bien la contestación.
  • Yo tomaré las decisiones que tenga que tomar y las consecuencias serán las que tengan que ser; mis propósitos se limitan a seguir el curso de mi vida como persona. Ésa es la intención, ¿cuál era la tuya cuando me has llamado? - Kirian siempre había sido muy directa y detestaba los rodeos de Diego; aunque, en el fondo, quería ahorrarse el tener que confesar a su padrastro la poca idea que tenía de a dónde se dirigía.
  • Hablar contigo sobre tu viaje; no hemos tenido ocasión de hacerlo. Yo también estoy preocupado por ti y no considero sensato irme de viaje para un año sin asentarme previamente. ¿De qué recursos dispones?
  • Conservo parte de mis ahorros en efectivo y el resto en la cuenta bancaria, como tú y como cualquiera. La tarjeta de crédito está en mi cartera. Y, por si la respuesta no te es válida, te anuncio mi intención de buscar un trabajo cuando yo misma lo considere necesario. Tengo el currículum guardado en mi correo electrónico; no tengo más que informarme, conseguir contactos, enviarlo y esperar. Además, dispongo de un coche, los seguros, el DNI, la tarjeta sanitaria, cuatro bragas, una autopista en la que tengo derecho a circular y una vida por delante, además de una desesperada necesidad de poner en orden mis ideas y, como tú mismo has dicho, de “salir del nido”. - Kirian quedó sorprendida de su espontaneidad. ¿Qué respondería Diego?
  • Está bien. Ahora, me gustaría saber a dónde tienes pensado ir. - Aquel era el punto débil.
  • Hacia el interior de la península. - respondió Kirian, más o menos tranquila. Diego se tomó su tiempo para proseguir; su hijastra se pensó que insistiría en que le dijera a dónde se dirigía para obligarla a confesar que no tenía ni idea. Pero, para su sorpresa, no fue así.
  • Ante todo quería que supieras que nosotros estaremos aquí, pendientes por si necesitas algo, por si cambias de opinión y quieres volver. Estamos preocupados, sí. Pero no vamos a ponerte trabas; como ya he dicho, queremos lo mejor para ti, cielo. ¿Estás segura de que es esto lo que quieres? - Kirian se dio cuenta de que hasta ese momento había hablado en su defensa y convertido aquella conversación en una discusión inútilmente.
  • Lo siento. Considero que después de tantos años sumergida en los mismos ambientes, los mismos espacios, ya sabes, tratando con las mismas personas, necesito empezar una nueva etapa lejos de casa. Poner en práctica mi libertad. Llegar al final de la carretera y poner en orden...
  • ... tus ideas. - concluyó su padrastro.
  • Eso es – afirmó Kirian. Se sintió realmente complacida cuando pensó que su padrastro la entendía de verdad.
  • Mantendremos el contacto. Llámame cuando hayas conseguido un lugar donde pasar la noche, ¿de acuerdo?
  • Cuenta con ello. Gracias, Diego.
  • ¿Gracias por qué?
  • Por entenderme. Mamá se lo ha tomado de otra manera.
  • Te lo he dicho; está preocupada. Ya sabes cómo es. Llámala de vez en cuando y manténla informada de lo que vayas haciendo. Lo mismo conmigo. Pórtate.
  • No os preocupéis por mí – repuso Kirian. Después de unos segundos volvió a romper el silencio – Te llamo luego.
  • Hasta luego entonces. Que tengas buen viaje. Te quiero.
  • Y yo a ti – Kirian aún no se había acostumbrado a que aquellas dos palabras salieran de la boca de su padrastro; y eso que llevaba muchos años en la familia – Adiós.
  • Adiós, cielo. - Y colgó.
Kirian lanzó el teléfono al asiento del copiloto, de donde lo había cogido, apoyó la cabeza en el suyo y se masajeó las sienes. “Mejor no pensar”, se dijo. Antes de agarrar el volante y girar la llave del coche para arrancar, buscó el bolso con las manos, lo asió y lo depositó en el asiento del copiloto, junto con el móvil. Entonces, vio un pico que se asomaba por la abertura; se le había olvidado sacarlo. Metió la mano y extrajo a Jaime del bolso. El paso de los años había hecho mella en sus cansados ojos negros, sus costuras y su relleno; pero seguía siendo su querido patito rechoncho. No había sido capaz de abandonarlo en su cama. Allí estaba, mostrando la misma fidelidad veinte años después. Kirian sonrió.
  • Cuántas cosas nos han pasado ¿eh, colega? - dijo antes de abrazar a Jaime mientras posaba la mirada en la gasolinera. - Veamos si puedo echarle gasolina a nuestro querido Shelby.
Entonces, depositó a Jaime cuidadosamente sobre el bolso, arrancó el coche y se aproximó a uno de los surtidores. Cuando volvió a parar, salió del coche y cerró la puerta. No había más clientela así que el encargado se acercó tranquilo, quedando boquiabierto al ver el coche y a su conductora. Era un hombre alto de raza negra y llevaba una camiseta roja y blanca con el emblema de Repsol. Observó a Kirian como esperando una orden.
  • Para el Shelby gasolina, por favor. Llene el depósito hasta arriba. Volveré en seguida. - y se dispuso a entrar en el establecimiento a pagar el combustible.
Mientras se dirigía a la tienda no pudo evitar reflexionar sobre la conversación que acababa de mantener con Diego. De pronto, recordó algo que Claudia le había dicho antes: “Kirian... ¡A mamá le va a dar un infarto!”. Se mordió el labio. Puede que su hermanastra no la estuviera mintiendo del todo. De todas formas, lo hecho hecho estaba y, desde luego, Kirian no se iba a arrepentir. A veces se preguntaba cómo Claudia podía ser tan insoportable teniendo un padre como Diego. “Su madre será igual de asquerosa” argumentó para sí. Lo que no se explicaba era la repentina preocupación que aparentemente había invadido a su madre. Diego le había pedido que la llamara de cuando en cuando, para que en todo momento estuviera al corriente de cuál era su situación. En aquel momento, no supo decir si le resultaba extraño o sospechoso, ni si se sentiría mejor llamándola. Su madre y ella nunca hablaban por teléfono. Mejor dicho, nunca hablaban, al menos, de asuntos de considerable relevancia.
Cuando abrió la puerta del establecimiento, un soplo de aire frío expulsado por un ventilador penetró por todos los orificios de su cara acompañado del olor a café y a tabaco. Miró al encargado de la tienda entrecerrando los ojos. Era un hombre adulto, de unos cuarenta o cincuenta años delatados por las canas que se abrían paso en su cabello oscuro, sin afeitar, musculoso y con un tatuaje en el brazo derecho. Leía atentamente una revista sobre automóviles. Llevaba un chaleco vaquero sobre una camiseta de licra blanca que se ajustaba a su cuerpo y el olor a tabaco se escapaba de un cigarrillo que permanecía atrapado entre sus dientes. En cuanto vio a Kirian, se acercó un cenicero repleto de colillas y se deshizo de su cigarrillo. Dio un paso atrás y exhaló en la ventana abierta. Cuando en su rostro aparecieron las huellas del asombro y la admiración, Kirian adivinó que había visto el Shelby. No pudo evitar sonreír. El encargado silvó sin quitarle los ojos de encima al coche.
  • Shelby Mustang GT-500 del 2010 – hablaba como si se le hubiesen paralizado los músculos de la cara - de 540 CV y motor V8 5.4. Alcanza las 6.250 revoluciones... Realmente, un coche increíble – sus ojos brillaban.
  • Veo que sabe usted de coches. - Fue entonces cuando se decidió a mirar a su cliente.
  • Disculpa, no estamos acostumbrados a ver cacharros así por aquí. Y mucho menos cacharros conducidos por cacharros. - Flirteó el hombre, guiñándole un ojo. Kirian rió buscando un aperitivo para luego. Todo le pareció caro, pero acabó optando por unas galletas saladas.
  • Aparte del combustible va a cobrarme también esto y... ¿no tendrá un mapa de carreteras del país?
  • Para vos lo que deseéis. - Dijo haciendo una torpe reverencia.
Volvió a hacer reír a Kirian y se dispuso a salir del otro lado del mostrador para adentrarse en la tienda en busca de su pedido. Fue entonces cuando la joven se percató de cierto detalle. Se sintió avergonzada sólo de pensarlo, más aún cuando se dio cuenta de que tendría que hacer la pregunta; gracias a Dios, Diego no estaba allí para verlo. Un minuto después, el hombre reapareció con el mapa de carreteras y antes de cobrarle preguntó:
  • ¿Querías alguna otra cosa, preciosa?
  • Sí... una cosa – abrió el mapa antes de proseguir - ¿dónde cuernos estamos?

sábado, 8 de marzo de 2014

Prefacio - Mamá pícara

La niña colgó el auricular como pudo, alargando la mano por encima de la mesita de caoba en busca del impertinente aparato. Solo entonces, dio media vuelta bruscamente, cruzó los brazos y permaneció ahí de pie, enfurruñada y pensativa.
Detestaba el trabajo de papá. Aquel austero y blanco hospital lo absorbía las veinticuatro horas del día y, desgraciadamente, eran pocos los descansos que le permitían llamar a casa.
No pudo evitar sentir enfado al recordar su pregunta: “¿puedes pasarme con mamá un ratito, cielo?” Había sonado demasiado dulce, demasiado tierno. Incluso a través del hilo telefónico, la voz de papá podía saborearse en la boca con gusto, como los caramelos de limón que solía traer Diego Briones cuando venía a casa, el amigo abogado de mamá...
“Mamá...” pensó la niña con disgusto. Se dirigió hacia Jaime, su patito de peluche, al que había depositado en el sillón del salón para coger el teléfono. Se lo acercó a su pequeño rostro, lo besó y lo acarició con cariño; había sido un regalo de hacía ya dos años, de su tercer cumpleaños, pero seguía siendo su favorito. Aún enfurruñada, se dispuso a salir del salón y a recorrer el pasillo hasta llegar a la puerta de la habitación de papá y mamá. Habiendo llegado a su destino no dudó en abrir la puerta y en entrar en el cuarto. La puerta que permanecía cerrada en la pared del lado derecho conducía al cuarto de baño particular de sus padres. La chiquilla, abrazando a Jaime fuertemente contra su pecho, se acercó despacio a la puerta y escuchó el chorro de agua que caía del telefonillo de la ducha, al otro lado.
“Lo siento papi... me temo que mamá está en la ducha...”, había sido lo que le había tenido que responder a papá. Le daba rabia que el poco rato que papá podía permitirse para despedirse de mamá, ella se lo pasara cantando y silbando en la ducha. “Bueno... pues cuando salga dile que la he llamado y que me pegue un toque antes de que se vaya ¿vale?” le había dicho papá. No era nuevo que le pidiese ese favor a su hija y ésta sabía perfectamente que mamá nunca llamaba a papá al trabajo... aunque éste se lo hubiese pedido... y sólo para despedirse...
Indignada, la niña dio media vuelta y posó su mirada en la enorme cama de matrimonio de sus padres. Fue entonces cuando vio la maleta, la maleta plateada de mamá, que descansaba abierta sobre la colcha. Mamá se iba de viaje por trabajo con Diego Briones, una semana entera; los dos trabajaban juntos en ese bufete de abogados y no era la primera vez que viajarían juntos. Dejando el eco del chorro de la ducha y los silbidos de mamá atrás, la niña se acercó curiosa a la maleta. Ya estaba, prácticamente, hecha, como pudo comprobar; sólo faltaban por añadir los artilugios de última hora. La maleta estaba llena por las dos caras. Una de ellas dejaba al descubierto dos pilas de ropa coronadas por la blusa verde semitransparente y el vestido amarillo a rayas de mamá, ambos perfectamente doblados. La pequeña paseó los dedos sobre la blusa, como buscando en ella el rastro de algún bello recuerdo que no se hubiese extinguido del todo aún; después, en el vestido.
Pero entonces, su atención se posó en la otra cara de la maleta, cubierta por una superficie de tela cerrada por una cremallera. Como pasa con todas las cosas reacias a ser curioseadas, la cremallera despertó su curiosidad. Durante unos instantes, enfocó la mirada en la puerta del baño. Mamá tenía la extraña costumbre de alargar sus duchas antes de emprender un nuevo viaje. Confiando en que fuera así de nuevo, la chiquilla acomodó a Jaime junto a la maleta y se arriesgó a sentarse en la cama y deslizar la cremallera para descubrir lo que debajo hubiese. Cuando apartó la tela, frunció el ceño y revolcó la mirada en todo aquel cargamento. Unos instantes después, tras haber procesado la imagen, alargó la mano, asió el primero por el cierre y lo sacó tirando de él hacia arriba. El sujetador quedó suspendido en el aire. Al observar detenidamente la copa, inevitablemente, su mente procedió, ella sola, a evocar los senos de su madre. De forma instantánea sacudió la cabeza para desechar la imagen de la misma forma en la que había venido y procedió a analizar la pieza...
Estaba hecha de fina tela color granate, transparente en los laterales y en el casi inexistente frente central, éste último coronado por un lazo negro. Contaba, además, con dos copas guarnecidas de encajes y bordados florales en negro. La niña giró la prenda reparando en todos estos detalles antes de buscar en la maleta el lugar de donde lo había cogido; allí encontró unas braguitas a juego, con los mismos encajes de flores y el lazo. Volvió a dedicarle otra mirada al sujetador antes de lanzarlo a la colcha y proseguir con su investigación. Podría asegurar con total serenidad que no sentía ninguna clase de remordimiento por estar metiendo las narices en los asuntos de mamá.
En un principio se le había ocurrido la idea de que, como mucho, mamá contaba con siete de aquellos conjuntos para la semana que iba a estar trabajando fuera. Pero, al cabo de los dos minutos que tardó en inspeccionarlos, se percató de que había bastantes más de los que había calculado, todos muy diferentes: había uno de tela beige recubierto por un elaborado tejido crochet blanco y otro verde botella, transparente excepto en los aros y en el cierre; había, incluso, uno de lentejuelas. ¿Para qué querría llevarse mamá toda esa ropa vulgar a un viaje del trabajo? Además, aquellos conjuntos de sujetadores y braguitas no fue lo único que encontró en la maleta...
Luego de colocar cada cosa donde estaba, la pequeña reparó en unos compartimentos que se hallaban en los laterales interiores de la maleta. Era evidente que había algo dentro y no podía ser otro sujetador. Sin embargo, cuando introdujo los dedos en uno de los compartimentos, fuera lo que fuese lo que había atrapado, al tacto resultaba igual de repugnante que los bordados y encajes de los conjuntos. Lo siguiente que extrajo de la maleta fue una liga. Ataviado a la goma, el raso de color azul lapislázuli formaba unos pliegues que a la hora de colocar en el muslo haría de la liga un complemento de lo más notable. Rodeando la goma, había una cinta elástica de color negro cuyos extremos colgantes permitirían formar una lazada que haría que la pieza llamara más la atención. ¿Hasta qué punto estaría mamá dispuesta a enseñar las piernas? La había visto en muchas ocasiones andar por casa con esa bata de satén rosa a la que tanto aprecio tenía, seguro que si husmeaba la encontraba en la maleta...; cuando la llevaba puesta dejaba al descubierto los muslos enteros y nunca la había visto ostentarse con ligas como aquella que tenía entre las manos. Y, sin embargo, allí estaba. Su pareja estaría en el mismo compartimento; pero no quiso comprobarlo. Volvió a introducir la liga con sumo cuidado.
No entendía nada; ¿qué querría decir todo aquello? ¿Qué pensaba hacer mamá con toda esa ropa interior? ¿Pretendería ponerse todo eso a lo largo de una sola semana? ¿Para qué? ¿Era sumamente necesario llevar todo eso a un viaje del trabajo? Miró a Jaime junto a la maleta; nunca nada le cambiaba el semblante sereno de patito rechoncho. La niña se tranquilizó; simultáneamente, tomó la decisión de correr la cremallera de todo aquel asunto tan misterioso y extravagante.
Pero en el instante en el que tomó la cremallera entre sus dedos, su atención voló entre bordados y tirantes y se posó en algo que divisó en el fondo de la maleta. Era una tela azul, el mismo azul de la liga que había extraído del compartimento lateral. Pero no era raso ni satén; no era ni un sujetador, ni una braguita; y no estaba adornado ni con lentejuelas, ni con crochet, ni con bordados o encajes. Sin duda, se trataba de algo nuevo... alargó la mano una vez más mientras su oído permanecía atento por si el chorro de agua cesaba en algún momento. Las yemas de sus dedos se encontraron con una fina tela de tul adornada con puntillas del mismo color. Cuidadosamente, tiró de la tela hacia ella. Era una pieza bastante más grande que las que había examinado hasta el momento; de hecho, tuvo que ponerse de pie para poder sacarla por completo. Con ambas manos, intentó poner en orden aquel montón de tela transparente. Y en cuanto lo hizo consiguió asemejar la prenda con un vestido. Asemejar, porque no consideró que hubiese que denominar vestido a aquello que tenía entre las manos. La pequeña no lo sabía, pero aquello que tenía entre las manos era el picardías de mamá. Se puso frente a la ventana que se encontraba entre la puerta del cuarto de baño y la cama y dejó pender el picardías entre su cuerpo y ella. La luz atravesó sin piedad el tul y le dio de lleno en la cara. ¿A quién se le ocurriría salir con un vestido así a la calle? Las puntillas se encontraban en la zona de los pechos y en los laterales del picardías; desde el lugar donde debería estar el talle hasta el final de la falda, en cambio, el tul se hallaba limpio. Se le ocurrió, entonces, colocar la prenda sobre el buzo vaquero que llevaba puesto; la falda caía más allá de sus rodillas. De seguro, a mamá no le llegaría mucho más allá de la cintura; lo justo para ocultar los glúteos un poco. Su hija no pudo más que sentir repugnancia.
Alarmada, se percató de que el sonido del agua había cesado y de que se abrían las puertas de la mampara. Lo más rápido que pudo sacó una de las pilas de conjuntos de la maleta e introdujo el picardías en el fondo de la maleta. Después, volvió a colocarlo todo donde lo había encontrado y pudo proceder a correr la cremallera de la superficie de tela que ocultaba aquel secreto descubierto. La niña sabía que mamá tardaría aún un rato en salir del cuarto de baño, pero no quería arriesgarse más.
  • Vamos, Jaime – murmuró la chiquilla tomando al patito entre sus brazos.
Entonces, salió de la habitación de sus padres en un suspiro y cuando el pasillo la acogió de nuevo, alzó a Jaime sobre su cabeza y lo movió de un lado a otro como a un avión, como si nunca hubiese visto lo que su madre ocultaba en la maleta de viaje. Con la despreocupación que le proporcionaba la indiferencia, continuó jugando bajo la sombra protectora de la inocencia; y así sería hasta que el tiempo decidiera enseñarle.  


viernes, 31 de enero de 2014


Pharrel Williams - Happy


Por cada luciérnaga que dejaste morir entre tus manos
la negra capa de la oscuridad cerniéndose, 
hubo un miedo que atrapó la verdad de tu pura imagen. 

Por cada luz que atisbaste en tu encapotado interior
la infiltración de otra bandera consintiendo, 
hubo una mentira que intentó encadenar el humo de un amor blanco. 

Por cada bocanada de felicidad que robaste al viento
las hojas de un otoño muertas cayéndose, 
hubo libre de significado una palabra, que tierna, robaba el aire. 

¿Quién apagó la luz? ¿Quién fiel preso a su desdicha osó pues, ante la tormenta los ojos cerrar?

¿Quién con la sangre hasta los tobillos? ¿Quién de un nuevo horizonte a dos almas frustradas trazaba la línea azafranada?

Masa de carne con heridas que nunca se curan, 
alma errante con recuerdos que nunca se olvidan, 
la derrota es herida, 
cicatriz la victoria...

tan solo muerte lo restante. 

lunes, 6 de enero de 2014

El mundo es grande: grande el cielo, grande la tierra. ¿Qué somos nosotros a parte de unas pequeñas e insignificantes migajas de pan? Limitados, feos, tontos... una masa de carne con heridas que nunca se curan, un alma errante con recuerdos que nunca se olvidan; imperfectos, defectuosos. Existe un siempre... y existe un jamás; por tanto, todos tenemos principio y tenemos fin; hemos nacido y hemos de morir. Muchos han hablado y escrito... pero nadie sabe por qué estamos tú, aquel, Dios y yo aquí, hoy. ¿Quién eres tú? ¿Quién es aquel?... ¿Yo?... ¿Qué o quién es Dios? ¿Dónde es aquí? ¿Cuándo es hoy?
Nadie lo sabe... y sin embargo, estamos todos aquí... hoy, merced de un mundo que nos pierde y nos encuentra, nos encierra y nos libera. No, en realidad no es el mundo; el pobre solo se limita a estar para que nosotros hagamos de las nuestras. Somos nosotros entonces... los causantes del sufrimiento y la felicidad, de perdernos y de encontrarnos, de encerrarnos y de liberarnos. Estamos aquí para relacionarnos entre nosotros, de la misma forma que un telar se emplea para entrelazar los diversos hilos que formarán la alfombra o el tapiz. Somos libres de elegir nuestro propio camino, las personas en las que confiaremos. ¿Tiene más peligro la presencia de un mundo hostil o el espíritu de una relación que parece ser y estar? ¿Es más peligroso perecer bajo una tormenta o permitir que alguien asalte tu fortaleza? Nada se sabe, todo se aprende...
Porque eres indómito, no paras de moverte, de vivir, de aprender... Cada día subes montañas, bajas colinas, trepas a los árboles y le cantas al cielo mientras te inunda una sensación de libertad y grandiosidad... El sol solo da calor, la lluvia solo moja, el viento solo te sopla, las espinas tan solo te arañan, la arena solo te ciega... ¿Qué es un poco de dolor si todo ello señala la autenticidad de tu existencia?
Tener que rechazar tus propios sentimientos es diferente. Si subimos un escalón más hablaremos sobre la existencia de un individuo que nos maneja a su antojo haciéndose pasar por nuestro amigo. Y si ya subimos al siguiente, sobre la existencia de un individuo que nos maneja a su antojo haciéndose pasar por nuestro amigo siendo nosotros conscientes. 
Sí, duele. Pero, cuando alguien te utiliza en beneficio propio, en realidad, quien maneja el timón del barco eres tú. Es decir, que aunque haya estado jugando contigo, tú puedes decidir qué va a pasar después...
Hace mucho tiempo conocí a una niña tímida dentro de mí. Ella era fuerte; sabía respirar veneno y sobrevivir... caminar sobre las brasas de su propio fuego, alimentado por quién sabe qué demonio feroz y cruel. No intentaba huir de sus problemas; simplemente, se limitaba a hacer lo que ella consideraba correcto. Admirable... fuerte... muy fuerte. Y, sin embargo, fue ella quien me dijo que no se debe admirar a quien es meramente fuerte. Que es posible que la fuerza sea una virtud y que el hecho de serlo sea importante. Pero que es la sensatez y la prudencia lo más importante. Conocer los motivos por los cuales luchar. Lo asemejaba con la sabiduría: me decía que la mayor de todas ellas es la audacia para usar las demás. Y ella tenía razón. Al igual que la sabiduría, la mayor de las fuerzas es la astucia para decidir cuándo debes emplearlas... cuándo debes salir al campo de batalla... cuándo merece la pena perder un brazo o incluso la vida. La miré a los ojos... y en ellos vi amor. 
Y entendí, que la vida no son más que decisiones. Decidir cómo emplear tus recursos... tu saber... tu fuerza. Decidir quién se merece tu amor y quién no. Decidir si quien dice quererte dice la verdad o miente. Decidir si marcharte o quedarte con la gente que te utiliza en beneficio propio. 
La vida es demasiado maravillosa como para verla desde el interior de una botella en la que intentan conservarte como un amuleto de la suerte; olvidan que tarde o temprano huirás y saldrás al mundo con total plenitud. Y es entonces, cuando ves lo perdida que está la gente que manipula y miente; andan por ahí, buscando la salida de su propia prisión en personas que no se merecen que les hagan daño por una llave a la libertad. Las anestesian con sus dulces mentiras mientras les beben la sangre. 
Y, sin embargo, la víctima quiso a su agresor. Y lo quiso después de abandonarle. Deseó pues, que algún día fuera capaz de salir de su prisión y que fuera feliz, para su bienestar y el de los de su alrededor. Que la sangre que le había robado sirviera para que se diera cuenta de lo perdido y equivocado que estaba; ella no la necesitaba. Él decía que se había vuelto invulnerable y ella veía que tenía más necesidad que nadie. Mientras se alejaba de la prisión del otro pensó que, en realidad, la víctima y el agresor eran la misma persona y que ella solo había perdido un poco de sangre. La herida era profunda, pero iba a cuidarla bien. Supo perdonar de corazón, supo dar una segunda oportunidad. Pero no quiso pensar en una tercera. Se limitó a alejarse riendo, cuando se dio cuenta de que la libertad era lo que buscaba. Y todo lo hizo por amor; por el bien del prisionero y por el suyo propio. 
Y salió al campo de batalla por amor; luchó hasta el final por amor; perdió un brazo por amor y dijo... que si iba a morir, sería por amor a la vida.