sábado, 8 de marzo de 2014

Prefacio - Mamá pícara

La niña colgó el auricular como pudo, alargando la mano por encima de la mesita de caoba en busca del impertinente aparato. Solo entonces, dio media vuelta bruscamente, cruzó los brazos y permaneció ahí de pie, enfurruñada y pensativa.
Detestaba el trabajo de papá. Aquel austero y blanco hospital lo absorbía las veinticuatro horas del día y, desgraciadamente, eran pocos los descansos que le permitían llamar a casa.
No pudo evitar sentir enfado al recordar su pregunta: “¿puedes pasarme con mamá un ratito, cielo?” Había sonado demasiado dulce, demasiado tierno. Incluso a través del hilo telefónico, la voz de papá podía saborearse en la boca con gusto, como los caramelos de limón que solía traer Diego Briones cuando venía a casa, el amigo abogado de mamá...
“Mamá...” pensó la niña con disgusto. Se dirigió hacia Jaime, su patito de peluche, al que había depositado en el sillón del salón para coger el teléfono. Se lo acercó a su pequeño rostro, lo besó y lo acarició con cariño; había sido un regalo de hacía ya dos años, de su tercer cumpleaños, pero seguía siendo su favorito. Aún enfurruñada, se dispuso a salir del salón y a recorrer el pasillo hasta llegar a la puerta de la habitación de papá y mamá. Habiendo llegado a su destino no dudó en abrir la puerta y en entrar en el cuarto. La puerta que permanecía cerrada en la pared del lado derecho conducía al cuarto de baño particular de sus padres. La chiquilla, abrazando a Jaime fuertemente contra su pecho, se acercó despacio a la puerta y escuchó el chorro de agua que caía del telefonillo de la ducha, al otro lado.
“Lo siento papi... me temo que mamá está en la ducha...”, había sido lo que le había tenido que responder a papá. Le daba rabia que el poco rato que papá podía permitirse para despedirse de mamá, ella se lo pasara cantando y silbando en la ducha. “Bueno... pues cuando salga dile que la he llamado y que me pegue un toque antes de que se vaya ¿vale?” le había dicho papá. No era nuevo que le pidiese ese favor a su hija y ésta sabía perfectamente que mamá nunca llamaba a papá al trabajo... aunque éste se lo hubiese pedido... y sólo para despedirse...
Indignada, la niña dio media vuelta y posó su mirada en la enorme cama de matrimonio de sus padres. Fue entonces cuando vio la maleta, la maleta plateada de mamá, que descansaba abierta sobre la colcha. Mamá se iba de viaje por trabajo con Diego Briones, una semana entera; los dos trabajaban juntos en ese bufete de abogados y no era la primera vez que viajarían juntos. Dejando el eco del chorro de la ducha y los silbidos de mamá atrás, la niña se acercó curiosa a la maleta. Ya estaba, prácticamente, hecha, como pudo comprobar; sólo faltaban por añadir los artilugios de última hora. La maleta estaba llena por las dos caras. Una de ellas dejaba al descubierto dos pilas de ropa coronadas por la blusa verde semitransparente y el vestido amarillo a rayas de mamá, ambos perfectamente doblados. La pequeña paseó los dedos sobre la blusa, como buscando en ella el rastro de algún bello recuerdo que no se hubiese extinguido del todo aún; después, en el vestido.
Pero entonces, su atención se posó en la otra cara de la maleta, cubierta por una superficie de tela cerrada por una cremallera. Como pasa con todas las cosas reacias a ser curioseadas, la cremallera despertó su curiosidad. Durante unos instantes, enfocó la mirada en la puerta del baño. Mamá tenía la extraña costumbre de alargar sus duchas antes de emprender un nuevo viaje. Confiando en que fuera así de nuevo, la chiquilla acomodó a Jaime junto a la maleta y se arriesgó a sentarse en la cama y deslizar la cremallera para descubrir lo que debajo hubiese. Cuando apartó la tela, frunció el ceño y revolcó la mirada en todo aquel cargamento. Unos instantes después, tras haber procesado la imagen, alargó la mano, asió el primero por el cierre y lo sacó tirando de él hacia arriba. El sujetador quedó suspendido en el aire. Al observar detenidamente la copa, inevitablemente, su mente procedió, ella sola, a evocar los senos de su madre. De forma instantánea sacudió la cabeza para desechar la imagen de la misma forma en la que había venido y procedió a analizar la pieza...
Estaba hecha de fina tela color granate, transparente en los laterales y en el casi inexistente frente central, éste último coronado por un lazo negro. Contaba, además, con dos copas guarnecidas de encajes y bordados florales en negro. La niña giró la prenda reparando en todos estos detalles antes de buscar en la maleta el lugar de donde lo había cogido; allí encontró unas braguitas a juego, con los mismos encajes de flores y el lazo. Volvió a dedicarle otra mirada al sujetador antes de lanzarlo a la colcha y proseguir con su investigación. Podría asegurar con total serenidad que no sentía ninguna clase de remordimiento por estar metiendo las narices en los asuntos de mamá.
En un principio se le había ocurrido la idea de que, como mucho, mamá contaba con siete de aquellos conjuntos para la semana que iba a estar trabajando fuera. Pero, al cabo de los dos minutos que tardó en inspeccionarlos, se percató de que había bastantes más de los que había calculado, todos muy diferentes: había uno de tela beige recubierto por un elaborado tejido crochet blanco y otro verde botella, transparente excepto en los aros y en el cierre; había, incluso, uno de lentejuelas. ¿Para qué querría llevarse mamá toda esa ropa vulgar a un viaje del trabajo? Además, aquellos conjuntos de sujetadores y braguitas no fue lo único que encontró en la maleta...
Luego de colocar cada cosa donde estaba, la pequeña reparó en unos compartimentos que se hallaban en los laterales interiores de la maleta. Era evidente que había algo dentro y no podía ser otro sujetador. Sin embargo, cuando introdujo los dedos en uno de los compartimentos, fuera lo que fuese lo que había atrapado, al tacto resultaba igual de repugnante que los bordados y encajes de los conjuntos. Lo siguiente que extrajo de la maleta fue una liga. Ataviado a la goma, el raso de color azul lapislázuli formaba unos pliegues que a la hora de colocar en el muslo haría de la liga un complemento de lo más notable. Rodeando la goma, había una cinta elástica de color negro cuyos extremos colgantes permitirían formar una lazada que haría que la pieza llamara más la atención. ¿Hasta qué punto estaría mamá dispuesta a enseñar las piernas? La había visto en muchas ocasiones andar por casa con esa bata de satén rosa a la que tanto aprecio tenía, seguro que si husmeaba la encontraba en la maleta...; cuando la llevaba puesta dejaba al descubierto los muslos enteros y nunca la había visto ostentarse con ligas como aquella que tenía entre las manos. Y, sin embargo, allí estaba. Su pareja estaría en el mismo compartimento; pero no quiso comprobarlo. Volvió a introducir la liga con sumo cuidado.
No entendía nada; ¿qué querría decir todo aquello? ¿Qué pensaba hacer mamá con toda esa ropa interior? ¿Pretendería ponerse todo eso a lo largo de una sola semana? ¿Para qué? ¿Era sumamente necesario llevar todo eso a un viaje del trabajo? Miró a Jaime junto a la maleta; nunca nada le cambiaba el semblante sereno de patito rechoncho. La niña se tranquilizó; simultáneamente, tomó la decisión de correr la cremallera de todo aquel asunto tan misterioso y extravagante.
Pero en el instante en el que tomó la cremallera entre sus dedos, su atención voló entre bordados y tirantes y se posó en algo que divisó en el fondo de la maleta. Era una tela azul, el mismo azul de la liga que había extraído del compartimento lateral. Pero no era raso ni satén; no era ni un sujetador, ni una braguita; y no estaba adornado ni con lentejuelas, ni con crochet, ni con bordados o encajes. Sin duda, se trataba de algo nuevo... alargó la mano una vez más mientras su oído permanecía atento por si el chorro de agua cesaba en algún momento. Las yemas de sus dedos se encontraron con una fina tela de tul adornada con puntillas del mismo color. Cuidadosamente, tiró de la tela hacia ella. Era una pieza bastante más grande que las que había examinado hasta el momento; de hecho, tuvo que ponerse de pie para poder sacarla por completo. Con ambas manos, intentó poner en orden aquel montón de tela transparente. Y en cuanto lo hizo consiguió asemejar la prenda con un vestido. Asemejar, porque no consideró que hubiese que denominar vestido a aquello que tenía entre las manos. La pequeña no lo sabía, pero aquello que tenía entre las manos era el picardías de mamá. Se puso frente a la ventana que se encontraba entre la puerta del cuarto de baño y la cama y dejó pender el picardías entre su cuerpo y ella. La luz atravesó sin piedad el tul y le dio de lleno en la cara. ¿A quién se le ocurriría salir con un vestido así a la calle? Las puntillas se encontraban en la zona de los pechos y en los laterales del picardías; desde el lugar donde debería estar el talle hasta el final de la falda, en cambio, el tul se hallaba limpio. Se le ocurrió, entonces, colocar la prenda sobre el buzo vaquero que llevaba puesto; la falda caía más allá de sus rodillas. De seguro, a mamá no le llegaría mucho más allá de la cintura; lo justo para ocultar los glúteos un poco. Su hija no pudo más que sentir repugnancia.
Alarmada, se percató de que el sonido del agua había cesado y de que se abrían las puertas de la mampara. Lo más rápido que pudo sacó una de las pilas de conjuntos de la maleta e introdujo el picardías en el fondo de la maleta. Después, volvió a colocarlo todo donde lo había encontrado y pudo proceder a correr la cremallera de la superficie de tela que ocultaba aquel secreto descubierto. La niña sabía que mamá tardaría aún un rato en salir del cuarto de baño, pero no quería arriesgarse más.
  • Vamos, Jaime – murmuró la chiquilla tomando al patito entre sus brazos.
Entonces, salió de la habitación de sus padres en un suspiro y cuando el pasillo la acogió de nuevo, alzó a Jaime sobre su cabeza y lo movió de un lado a otro como a un avión, como si nunca hubiese visto lo que su madre ocultaba en la maleta de viaje. Con la despreocupación que le proporcionaba la indiferencia, continuó jugando bajo la sombra protectora de la inocencia; y así sería hasta que el tiempo decidiera enseñarle.  


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