La niña colgó el auricular como pudo, alargando la mano por encima de la mesita de caoba en busca del impertinente aparato. Solo entonces, dio media vuelta bruscamente, cruzó los brazos y permaneció ahí de pie, enfurruñada y pensativa.
Detestaba
el trabajo de papá. Aquel austero y blanco hospital lo absorbía las
veinticuatro horas del día y, desgraciadamente, eran pocos los
descansos que le permitían llamar a casa.
No
pudo evitar sentir enfado al recordar su pregunta: “¿puedes
pasarme con mamá un ratito, cielo?” Había sonado demasiado dulce,
demasiado tierno. Incluso a través del hilo telefónico, la voz de
papá podía saborearse en la boca con gusto, como los caramelos de
limón que solía traer Diego Briones cuando venía a casa, el amigo
abogado de mamá...
“Mamá...”
pensó la niña con disgusto. Se dirigió hacia Jaime, su patito de
peluche, al que había depositado en el sillón del salón para coger
el teléfono. Se lo acercó a su pequeño rostro, lo besó y lo
acarició con cariño; había sido un regalo de hacía ya dos años,
de su tercer cumpleaños, pero seguía siendo su favorito. Aún
enfurruñada, se dispuso a salir del salón y a recorrer el pasillo
hasta llegar a la puerta de la habitación de papá y mamá. Habiendo
llegado a su destino no dudó en abrir la puerta y en entrar en el
cuarto. La puerta que permanecía cerrada en la pared del lado
derecho conducía al cuarto de baño particular de sus padres. La
chiquilla, abrazando a Jaime fuertemente contra su pecho, se acercó
despacio a la puerta y escuchó el chorro de agua que caía del
telefonillo de la ducha, al otro lado.
“Lo
siento papi... me temo que mamá está en la ducha...”, había sido
lo que le había tenido que responder a papá. Le daba rabia que el
poco rato que papá podía permitirse para despedirse de mamá, ella
se lo pasara cantando y silbando en la ducha. “Bueno... pues cuando
salga dile que la he llamado y que me pegue un toque antes de que se
vaya ¿vale?” le había dicho papá. No era nuevo que le pidiese
ese favor a su hija y ésta sabía perfectamente que mamá nunca
llamaba a papá al trabajo... aunque éste se lo hubiese pedido... y
sólo para despedirse...
Indignada,
la niña dio media vuelta y posó su mirada en la enorme cama de
matrimonio de sus padres. Fue entonces cuando vio la maleta, la
maleta plateada de mamá, que descansaba abierta sobre la colcha.
Mamá se iba de viaje por trabajo con Diego Briones, una semana
entera; los dos trabajaban juntos en ese bufete de abogados y no era
la primera vez que viajarían juntos. Dejando el eco del chorro de la
ducha y los silbidos de mamá atrás, la niña se acercó curiosa a
la maleta. Ya estaba, prácticamente, hecha, como pudo comprobar;
sólo faltaban por añadir los artilugios de última hora. La maleta
estaba llena por las dos caras. Una de ellas dejaba al descubierto
dos pilas de ropa coronadas por la blusa verde semitransparente y el
vestido amarillo a rayas de mamá, ambos perfectamente doblados. La
pequeña paseó los dedos sobre la blusa, como buscando en ella el
rastro de algún bello recuerdo que no se hubiese extinguido del todo
aún; después, en el vestido.
Pero
entonces, su atención se posó en la otra cara de la maleta,
cubierta por una superficie de tela cerrada por una cremallera. Como
pasa con todas las cosas reacias a ser curioseadas, la cremallera
despertó su curiosidad. Durante unos instantes, enfocó la mirada en
la puerta del baño. Mamá tenía la extraña costumbre de alargar
sus duchas antes de emprender un nuevo viaje. Confiando en que fuera
así de nuevo, la chiquilla acomodó a Jaime junto a la maleta y se
arriesgó a sentarse en la cama y deslizar la cremallera para
descubrir lo que debajo hubiese. Cuando apartó la tela, frunció el
ceño y revolcó la mirada en todo aquel cargamento. Unos instantes
después, tras haber procesado la imagen, alargó la mano, asió el
primero por el cierre y lo sacó tirando de él hacia arriba. El
sujetador quedó suspendido en el aire. Al observar detenidamente la
copa, inevitablemente, su mente procedió, ella sola, a evocar los
senos de su madre. De forma instantánea sacudió la cabeza para
desechar la imagen de la misma forma en la que había venido y
procedió a analizar la pieza...
Estaba
hecha de fina tela color granate, transparente en los laterales y en
el casi inexistente frente central, éste último coronado por un
lazo negro. Contaba, además, con dos copas guarnecidas de encajes y
bordados florales en negro. La niña giró la prenda reparando en
todos estos detalles antes de buscar en la maleta el lugar de donde
lo había cogido; allí encontró unas braguitas a juego, con los
mismos encajes de flores y el lazo. Volvió a dedicarle otra mirada
al sujetador antes de lanzarlo a la colcha y proseguir con su
investigación. Podría asegurar con total serenidad que no sentía
ninguna clase de remordimiento por estar metiendo las narices en los
asuntos de mamá.
En
un principio se le había ocurrido la idea de que, como mucho, mamá
contaba con siete de aquellos conjuntos para la semana que iba a
estar trabajando fuera. Pero, al cabo de los dos minutos que tardó
en inspeccionarlos, se percató de que había bastantes más de los
que había calculado, todos muy diferentes: había uno de tela beige
recubierto por un elaborado tejido crochet blanco y otro verde
botella, transparente excepto en los aros y en el cierre; había,
incluso, uno de lentejuelas. ¿Para qué querría llevarse mamá toda
esa ropa vulgar a un viaje del trabajo? Además, aquellos conjuntos
de sujetadores y braguitas no fue lo único que encontró en la
maleta...
Luego
de colocar cada cosa donde estaba, la pequeña reparó en unos
compartimentos que se hallaban en los laterales interiores de la
maleta. Era evidente que había algo dentro y no podía ser otro
sujetador. Sin embargo, cuando introdujo los dedos en uno de los
compartimentos, fuera lo que fuese lo que había atrapado, al tacto
resultaba igual de repugnante que los bordados y encajes de los
conjuntos. Lo siguiente que extrajo de la maleta fue una liga.
Ataviado a la goma, el raso de color azul lapislázuli formaba unos
pliegues que a la hora de colocar en el muslo haría de la liga un
complemento de lo más notable. Rodeando la goma, había una cinta
elástica de color negro cuyos extremos colgantes permitirían formar
una lazada que haría que la pieza llamara más la atención. ¿Hasta
qué punto estaría mamá dispuesta a enseñar las piernas? La había
visto en muchas ocasiones andar por casa con esa bata de satén rosa
a la que tanto aprecio tenía, seguro que si husmeaba la encontraba
en la maleta...; cuando la llevaba puesta dejaba al descubierto los
muslos enteros y nunca la había visto ostentarse con ligas como
aquella que tenía entre las manos. Y, sin embargo, allí estaba. Su
pareja estaría en el mismo compartimento; pero no quiso comprobarlo.
Volvió a introducir la liga con sumo cuidado.
No
entendía nada; ¿qué querría decir todo aquello? ¿Qué pensaba
hacer mamá con toda esa ropa interior? ¿Pretendería ponerse todo
eso a lo largo de una sola semana? ¿Para qué? ¿Era sumamente
necesario llevar todo eso a un viaje del trabajo? Miró a Jaime junto
a la maleta; nunca nada le cambiaba el semblante sereno de patito
rechoncho. La niña se tranquilizó; simultáneamente, tomó la
decisión de correr la cremallera de todo aquel asunto tan misterioso
y extravagante.
Pero
en el instante en el que tomó la cremallera entre sus dedos, su
atención voló entre bordados y tirantes y se posó en algo que
divisó en el fondo de la maleta. Era una tela azul, el mismo azul de
la liga que había extraído del compartimento lateral. Pero no era
raso ni satén; no era ni un sujetador, ni una braguita; y no estaba
adornado ni con lentejuelas, ni con crochet, ni con bordados o
encajes. Sin duda, se trataba de algo nuevo... alargó la mano una
vez más mientras su oído permanecía atento por si el chorro de
agua cesaba en algún momento. Las yemas de sus dedos se encontraron
con una fina tela de tul adornada con puntillas del mismo color.
Cuidadosamente, tiró de la tela hacia ella. Era una pieza bastante
más grande que las que había examinado hasta el momento; de hecho,
tuvo que ponerse de pie para poder sacarla por completo. Con ambas
manos, intentó poner en orden aquel montón de tela transparente. Y
en cuanto lo hizo consiguió asemejar la prenda con un vestido.
Asemejar, porque no consideró que hubiese que denominar vestido a
aquello que tenía entre las manos. La pequeña no lo sabía, pero
aquello que tenía entre las manos era el picardías de mamá. Se
puso frente a la ventana que se encontraba entre la puerta del cuarto
de baño y la cama y dejó pender el picardías entre su cuerpo y
ella. La luz atravesó sin piedad el tul y le dio de lleno en la
cara. ¿A quién se le ocurriría salir con un vestido así a la
calle? Las puntillas se encontraban en la zona de los pechos y en los
laterales del picardías; desde el lugar donde debería estar el
talle hasta el final de la falda, en cambio, el tul se hallaba
limpio. Se le ocurrió, entonces, colocar la prenda sobre el buzo
vaquero que llevaba puesto; la falda caía más allá de sus
rodillas. De seguro, a mamá no le llegaría mucho más allá de la
cintura; lo justo para ocultar los glúteos un poco. Su hija no pudo
más que sentir repugnancia.
Alarmada,
se percató de que el sonido del agua había cesado y de que se
abrían las puertas de la mampara. Lo más rápido que pudo sacó una
de las pilas de conjuntos de la maleta e introdujo el picardías en
el fondo de la maleta. Después, volvió a colocarlo todo donde lo
había encontrado y pudo proceder a correr la cremallera de la
superficie de tela que ocultaba aquel secreto descubierto. La niña
sabía que mamá tardaría aún un rato en salir del cuarto de baño,
pero no quería arriesgarse más.
- Vamos, Jaime – murmuró la chiquilla tomando al patito entre sus brazos.
Entonces,
salió de la habitación de sus padres en un suspiro y cuando el
pasillo la acogió de nuevo, alzó a Jaime sobre su cabeza y lo movió
de un lado a otro como a un avión, como si nunca hubiese visto lo
que su madre ocultaba en la maleta de viaje. Con la despreocupación
que le proporcionaba la indiferencia, continuó jugando bajo la
sombra protectora de la inocencia; y así sería hasta que el tiempo
decidiera enseñarle.
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