Empecé a contar las estrellas una por una, pensando que retendríais la
noche hasta que terminase. Me lo prometisteis, y yo, avivé el fuego con mis
esperanzas.
Pero llegó el amanecer arremetiendo paulatinamente contra ellas. Ese
velo azafranado que arrastra las estrellas a otra parte con su azul. Pasamos de
sombras con luz a luz con sombras y una fogata hecha cenizas en medio del
campamento.
Recordaba haber estado perdiéndome en las constelaciones mientras
vosotros hacíais algo que yo había creído posible.
Pero despertarme sola entre las piedras solo significaba un desengaño
más; mi cuerpo se erigía fresco y silvestre sobre el punto exacto en el suelo,
en mi kilómetro cero. Y me habría sentido a salvo a la luz del día, recordando
un hermoso sueño, de no ser por la estrella que se había caído sobre mi
mochila, cautiva de las mareas celestiales. Solo podía tratarse de una herida
en el corazón, un agujero en el alma, que no solo me aseguraba que vuestra
marcha poco de sueño tuviese; sino que hay quienes sufren imposibles por
hermanos que no quisieron arriesgarse a perder el sol por ellos.
Guardé la estrella en una caja de cartón. Allí estaba: un motivo más.
Porque por cada estrella que pude y podría haber contado había un motivo por el
que quise irme lejos con vosotros, una noche estrellada como lo fue aquella;
como mucho tardó en volver a ser en mi vida.
Y, no obstante, aún conservo una caja de cartón sobre mi mesilla.