domingo, 1 de marzo de 2015

Empecé a contar las estrellas una por una, pensando que retendríais la noche hasta que terminase. Me lo prometisteis, y yo, avivé el fuego con mis esperanzas.
Pero llegó el amanecer arremetiendo paulatinamente contra ellas. Ese velo azafranado que arrastra las estrellas a otra parte con su azul. Pasamos de sombras con luz a luz con sombras y una fogata hecha cenizas en medio del campamento.
Recordaba haber estado perdiéndome en las constelaciones mientras vosotros hacíais algo que yo había creído posible.
Pero despertarme sola entre las piedras solo significaba un desengaño más; mi cuerpo se erigía fresco y silvestre sobre el punto exacto en el suelo, en mi kilómetro cero. Y me habría sentido a salvo a la luz del día, recordando un hermoso sueño, de no ser por la estrella que se había caído sobre mi mochila, cautiva de las mareas celestiales. Solo podía tratarse de una herida en el corazón, un agujero en el alma, que no solo me aseguraba que vuestra marcha poco de sueño tuviese; sino que hay quienes sufren imposibles por hermanos que no quisieron arriesgarse a perder el sol por ellos.
Guardé la estrella en una caja de cartón. Allí estaba: un motivo más. Porque por cada estrella que pude y podría haber contado había un motivo por el que quise irme lejos con vosotros, una noche estrellada como lo fue aquella; como mucho tardó en volver a ser en mi vida.

Y, no obstante, aún conservo una caja de cartón sobre mi mesilla. 



Derritiéndose…   
Deshaciéndose los huesos de los dedos al ocaso; a la tranquilidad del crepúsculo extranjero. Una ola de sal y un encantamiento duradero cabalgando el tiempo… retrasando el paso y la huella… acrecentando la mansa nube de espesor inmenso.
Yace el sol lloviéndose, yergue la raíz, ahogándose la savia, la esencia, el pausado respirar del árbol breve. Calla el ave y hacia el suelo vuela, hipnosis letal de un reflejo involuntario. Riega la sangre de un caminante cansado el consuelo de una palabra rimbombante, el sentido de una ilusión muerta de repente.
Las lámparas muriéndose al creer la luz. La luna creyendo un día nuevo para una noche mejor. Ahogando la incertidumbre en una bañera desbordándose el aceite. Jamás detuvo la yegua el andar del minuto, de la hora enamorándose besó la tierra y arrastró el pasado al futuro, el futuro al pasado arrastrando…
Quiso el paso salir al encuentro de un espejo, un lienzo calcado en el agujero que vacío pesa en el alma errante. Quiso la flor caer sus pétalos, envueltos en un prodigio perecedero, de escaso efecto. Cayeron, pues, irremediablemente encarceladas en el barro en el que el monzón ha convertido el pasado.
Enterrando los pies en la arena mojada de una historia inacabada. Cansancio, inagotable cansancio que lapidas mis días y prendes mis noches. Hazme amar, quiero enamorar, enamorar un segundo, reconciliar el anterior con el siguiente y encontrar sentido a la estrella fugaz que ya no existe. Quiero derretir el agua en este verano eterno… Yo iré… caminaré por la senda hasta el muro del final… hasta hallar la puerta… la llave no es problema…
Desapareciendo… arrancando… sangrando… llorando las últimas palabras, matando las lágrimas… la llave… allí, la llave…

La piel, mi ser, mi sentido, mi segundo y mi siguiente… derritiéndose… tan solo, derritiéndose…



Me perdí con la intención de encontrarme. Llevaba demasiado tiempo buscando sonrisas entre las piedras, ofuscándome y tratando de hacer una obra de arte. Esperaba las noches correspondientes a los días. Un día pasó una noche, otro día otra y así, sucesivamente, me iba yo endureciendo con la cámara entre las manos, más enhiesta que las propias piedras.
A veces mi mirada se enfocaba en el mar, soñando una gama de grises y de ocres que se hacían realidad a ratos. Entusiasta en las horas libres de los verdes aguamarina y los azules aturquesados.
Y, no obstante, el tiempo se marchaba impertinente al mismo lugar, al mismo paso, desde una piedra hasta otra piedra. Deshacía y rehacía las maletas en el continuo ahora. Todo era dinámico, hermoso, admirable desde los ojos de un poste que había echado raíces a la contemplación. Todo huía y regresaba en distintas formas.  
Las fotografías se me antojaron lentas, irreales, estáticas. No rompían el vacío ni susurraban su silencio al oído. Simplemente, allí estaban. Las piedras. Una sobre otra, bajo la una y arremolinadas. Yo diría que enojadas, quise creerlas líquidas; unas esperando a las otras; las otras más de lo mismo. Jugaban a solapar sus sombras sin darse cuenta; alejándose en la estrecha cercanía pétrea.
Busqué respuestas en los libros. Un ‘te quiero’ aquí, un ‘te odio’ allá. Un ‘no quiero volver a verte’ enamorado de un ‘te echaré de menos’. Algo por acabar cuando no se sabe lo que se ha empezado. Un ‘volveré’ y un ‘nunca jamás’. Una historia dando a luz una hermosa filosofía. La muerte de los finales y la promesa de un próximo principio. Dinamismo; continuo dinamismo incomprendido.
Fotografiar el sueño de una piedra era sepultar lo sepultado. Puesto que el sueño, difunta imagen, y la piedra, pesada realidad. Me di cuenta de que era yo el árbol putrefacto; esperando a lo que espera, se calla, y sigue esperando.
Alguien dijo a lo lejos, ‘Olvídalo… ya es tarde’. La cámara cayó con gran estrépito y se limitó a romperse. Las instantáneas congelaban la vida, mientras yo me dedicaba a mirar a las piedras.

Se me deshizo el cabello al viento, como una hebra traviesa de un tapete fugitiva. Se me arrancaba el vestido, maldición de los tiempos perdidos. Detesté a las piedras, con o sin sonrisa, con o sin la mirada en ellas. Mi mano alcanzó la primera y fueron tras ella a las aguamarinas y a las turqueserías todas, hasta la sombra de la última.